viernes, 17 de febrero de 2012

Sea Londres, sea el amor.

Londres es la ciudad del futuro. Y no lo digo porque me parezca moderna (no hay más que fijarse en la forma de vestir de los ingleses), sino porque son varias las personas que conozco que se han marchado para empezar una nueva vida allí, con relativo éxito por ahora. Es la respuesta lógica de muchos ante la situación de asco y decepción que se vive en España.

Irse a trabajar como representante de una casa de Whiskey tampoco es mala idea.

El aire que se respira aquí es de un pesimismo sin precedentes: cualquier conversación con amigos y conocidos incluye los temas tópicos de la crisis económica o la falta de trabajo, todo el mundo parece llevar la palabra "desilusión" escrita en la frente y los quehaceres de antaño son ahora una carga que se lleva con el mínimo interés (véase, por ejemplo, la terrible dejadez que ha vivido este blog en los últimos meses).

Pero que nadie se alarme. Esta entrada no será triste ni reivindicativa. Tan solo pretende ser una pequeña prueba de que, de vez en cuando, se puede sonreír aunque estés con la mierda hasta el cuello. Y también es una alegato a favor del amor, ¡qué caray!

Algunas de las personas mencionadas al principio me han recomendado que yo también me proponga la emigración como remedio a todos mis males (cómo se nota que soy un encanto de persona y me quieren tener cerca). Mi respuesta es negativa, porque aún tengo mucho que hacer aquí y, sobre todo, porque estoy atado a la única razón (persona) que es capaz de llenarme plenamente de ilusión.

Ni él, ni yo (ni muchísima otra gente) estamos pasando por la mejor época de nuestra vida. Pero en cierto modo nos da igual. Estar juntos nos sirve como respiro y, lo que es más importante, como inspiración y motivación para cumplir ciertos objetivos: desde resucitar "el quinto gusto" hasta plantearnos proyectos en común. Es un poco difícil de explicar, pero el simple hecho de saber que tienes a alguien ahí es el mejor motor para la vida, incluso ahora.

En resumen: buscaos un novio y sonreíd, que si vamos a estar jodidos, al menos que sea jodidos pero contentos.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Nunca jamás.

Es sábado por la noche. Estás en el pub de ambiente más típico de la ciudad, con tus amigos y los amigos de tus amigos (todos gays, por supuesto). Entre ellos, un chico más bien feúcho pero con "cara de follar bien" (de los que te dan morbo, mucho más que los típicos chavales guapos, depilados y fibrados propios de película porno). Varias horas después vas en coche de vuelta a casa, sentado en la parte de atrás junto al muchacho en cuestión. Sin que el piloto o el copiloto se den cuenta, os besáis furtivamente y acordáis volver a veros unos días después.

Al siguiente fin de semana recibes una invitación: cena, película y noche en su casa, aprovechando que sus padres están de viaje. Dado que no tienes coche, decides comprar un billete de ida y vuelta para el tren. Llegas poco más de media hora después. Te recibe y, como un gato cuando necesita sentirse seguro, haces un breve reconocimiento del territorio.

La cena es poco romántica pero muy española: tortilla, jamón, queso y chorizo (el mejor aliado, junto con la comida china, para convertir una cita en un recital de pedos y eructos). La película es totalmente irrelevante, teniendo en cuenta que tu atención pasó de la pantalla de la tele a sus labios en menos de dos minutos.

Ya estáis en cama, tumbados y abrazados. Te sientes un poco extraño (quizá por llevar tanto tiempo en sequía, piensas). En cuanto os desnudáis él entra en frenesí: te besa con tanta pasión que en realidad te está golpeando con la boca, masculla como un poseso que habla lenguas muertas y te zarandea como si te estuvieras asfixiando con una aceituna. Piensas que es un poco forzado o tal vez inexperto, pero el calentón sigue ahí y decides controlar la situación.

Dadas las circunstancias, crees que la mejor estrategia es saltarse los preliminares. Bajas hacia el epicentro del asunto pero te detiene antes incluso de poder rozarlo. Para tu desgracia, le gusta llevar las riendas. Estás sometido a él, que continua con su cada vez más exagerado teatrillo: los besos ahora son más violentos, ha empezado a gemir alto y claro sin que tu le hayas tocado siquiera, pone muecas extrañas y se mueve con una torpeza exasperante. Te sientes como en una mala película porno, en el peor sentido que puedas imaginar. Resulta más frío y artificial que Nicole Kidman haciendo de mimo en una cámara frigorífica. Una hora más tarde sigue así, y aún no ha habido ningún movimiento de cintura para abajo.

Hubiera sido mejor quedarte en casa haciéndote las ingles.

Lo que días antes te resultaba morboso ahora te produce más rechazo que el gluten a un celíaco, y la parte más vascular de tu anatomía te delata. Sólo piensas en una cosa: huir. Pero el próximo tren sale dentro de seis horas. En ese momento te sientes como Charlton Heston al final del Planeta de los Simios. No queda otra alternativa más que perder la vergüenza y fingir una indisposición letal.

-¡Uf! ¿Te importa si paramos? -le dices mientras él te mira con cara de no entender nada-. Tengo el estómago un poco revuelto, creo que el chorizo me ha sentado mal...

Has aprendido una importante lección. En la oscuridad, mientras él ronca, te juras a ti mismo que nunca volverás a ir a una cita sin un buen plan de fuga y una excusa para no volver a veros jamás.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Más falso que un amigo de Facebook.

Muchas películas y series (por ejemplo, el capítulo en el que los Simpson viajan a Australia) explican que el agua de los retretes y lavabos del hemisferio norte gira en un sentido determinado y en el hemisferio sur en el sentido contrario. Es lo que se llama efecto Coriolis, forma parte de la cultura general y, sin embargo, es una falacia. No es que dicho efecto no exista (que va a ser que sí), sino que el sentido del giro del líquido no tiene nada que ver con él. En realidad está más relacionado con la superficie o la inclinación del desagüe, de manera que en cada casa el agua es libre de irse de la forma que le dé la gana (me encantará veros tirando de la cadena del water para comprobar que no miento).

Al igual que en este caso, muchos otros rumores se han colado y esparcido en nuestra cultura como un virus en nuestro cuerpo: el incidente de Ricky Martin con el perro y la mermelada, la supuesta hepatitis de Osama bin Laden cuando aún se escondía en una cueva, la carrera pornográfica del actor que una vez interpretó al Power Ranger rojo, la muerte de la protagonista de "El exorcista" tras el rodaje de la película, los caimanes albinos que viven en las cloacas de Nueva York, la chica (de nombre Verónica) que se aparece en espíritu si dices su nombre tres veces delante de un espejo (la leyenda urbana es la prima pija y moderna del rumor, por cierto)... Sé que quedan muchas otras historias falsas en el tintero, pero llevaría días hacer cuenta de todas ellas, aunque os invito a que comentéis las que se os vengan a la cabeza.


Para entender el papel de los rumores en la historia moderna hay que remontarse a la II Guerra Mundial: los nazis, además de ser unos excelentísimos malnacidos, fueron expertos en guerra psicológica. Gracias a ellos se puso en evidencia que el poder de la información es un arma más peligrosa que un hombre-bomba conduciendo el camión de reparto del gas. Desde entonces, todas las potencias mundiales han estudiado el rumor y el populacho ha usado estos conocimientos de formas que van mucho más allá del interés bélico.

Gordon Allport y Leo Postman (dos psicólogos estadounidenses) fueron quienes, a mediados del siglo XX, crearon la Teoría del rumor. Ésta dice que para que un rumor funcione debe ser relevante (que sea una historia con jugo) y ambiguo (difícil de contrastar y con varios niveles de interpretación). A estas dos premisas se le pueden añadir otras tantas para que la trampa sea más efectiva: que sea breve, que la fuente del rumor sea una persona importante o de confianza, que coincida con los valores y tradiciones de la cultura en la que se difunda, etc. Desde luego, yo añadiría el papel de las nuevas tecnologías en todo este asunto (mucho ojo con la Wikipedia, señoras y señores).

Ahora que lo sabéis, en vuestras manos está usar esta herramienta como modo de satisfacer vuestras más primitivas necesidades, pasar un rato divertido, ganar fama o simplemente vengaros de esa persona a la que tan poco amor queréis dedicar.

jueves, 13 de octubre de 2011

Pa chula yo y pa puta mi perra.


Hallábame yo ayer en la casa de mis padres, enfrascado en plena matanza alienígena, cuando un suceso inesperado rompió la tranquilidad de una tarde que, hasta entonces, había sido muy apacible. Todo comenzó cuando sonó el timbre y mi atención volvió a la realidad. Pausé el videojuego y me acerqué a la puerta, pensando que quizá mi señora madre se habría olvidado las llaves. Al abrir pude ver la cara de la vecina del tercero con su habitual expresión de oler mierda y, a sus pies, un bulldog que parecía a punto de ahogarse en su propia carne.

- ¿Elisa? -sonó su voz eclipsada por los ronquidos del can.
- No. Es la otra puerta -contesté mientras el perro se tomaba la confianza de entrar en mi casa.

No sé si fue por despiste o por tocarme la huevera, la anciana no se había molestado en ponerle la correa al chucho, de manera que éste podía moverse con total libertad. Para cuando me di cuenta, ya se había adentrado varios metros, directo hacia el dormitorio de mis padres. Dirigí la mirada a la otra invasora humana, esperando que diese alguna orden para que el animal diese un giro y volviese a salir por donde había entrado. Pero nada. Se limitaba a apretar el timbre de la otra vivienda mientras vomitaba el nombre de Elisa una y otra vez.

Frustrado, fui detrás del invasor. Para cuando lo alcancé ya había paseado por los dormitorios de mis padres y de mi hermano. Siguió caminando y yo tras él, cerrando todas las puertas a fin de evitar que diera más vueltas. Durante un par de minutos seguimos la ruta por la habitación de mi hermana y por la mía. No dejaba de preguntarme por qué motivo la señora no se molestaba en llamar a su bestia y empecé a increpar al bicho, manteniendo cierta distancia por esto de no perder ningún miembro.

Cuando hubo visitado el baño, tomó rumbo de nuevo a la entrada. En ese instante recordé que mi gato estaba descansando plácidamente en el salón, el último lugar al que se dirigía el perro. Con la agilidad de un atleta olímpico lo adelanté, pasé por el recibidor (aprovechando para fulminar con la mirada a la vecina, que se hacía la loca de manera descarada) y cerré la puerta en su hocico, evitando así un apocalipsis zoológico.

Viendo que Elisa no se encontraba en su domicilio, la anciana pasota decidió largarse, dejándome a solas con la criatura que se arrastraba por el reducido espacio que había conseguido atrincherar. Medio minuto después se oyó su voz, lejana, como a punto de tomar el ascensor.

- ¡Vámonos, cielo!

El animal no obedecía. Sus ronquidos seguían resonando en el recibidor, al tiempo que las orejas de mi gato asomaban por encima del sofá, como intuyendo que algo raro pasaba.

- ¡Vámonos, cielo! - repitió.

Satisfecho con la incursión, el monstruo roncador abandonó la casa y cerré la puerta a escasos milímetros de su culo. Sin saludos, sin disculpas, sin preocupaciones. Así fue como la vieja hija de puta había conseguido perturbar la paz de mi hogar con más talento que un violador con lubricante anal.

lunes, 5 de septiembre de 2011

La entropía y el profesor Helveg.


El destino quiso que Argus Helveg, profesor de física en la Universidad de Copenhague, se convirtiera en uno de los protagonistas de la historia desconocida del siglo XXI. Todo sucedió la noche del 16 de noviembre de 2004, cuando el maestro decidió darse un baño para despojarse de toda la tensión que había acumulado durante la jornada.

Nada más sumergirse en el agua caliente notó cómo sus músculos se ablandaban y su mente se evadía. La sensación no tardó en hacerse realidad: como si fuera un terrón de azúcar, su cuerpo empezó a disolverse hasta quedar reducido a un montón de moléculas que nadaban de forma errática.

Su esposa, la señora Anna Helveg, llegó a casa una hora después. Ignorando el funesto destino de su marido y extrañada al ver la bañera llena de agua tibia, retiró el tapón, provocando que el profesor se perdiera para siempre por las cañerías.

Años después, un pescador noruego afirmó haber encontrado la boca recompuesta del señor Helveg, que declaró: "Al contrario de lo que opinan los expertos, viajar a través de las cloacas ha sido la experiencia más enriquecedora de mi vida".

jueves, 1 de septiembre de 2011

El capítulo 1.

Mi vida empezó como una película, o por lo menos así es como me gusta verlo a mí. Sé perfectamente cual es mi primer recuerdo, la primera escena de mi vida con cierta coherencia y argumento. Todo lo que existió antes de eso son ideas sueltas, sensaciones muy simples y breves sin demasiada importancia: la imagen de la estufa de leña en mi antiguo piso, el sofá en el que me sentaba a comer galletas, un caballo de juguete en el que mis hermanos escondían ceras de colores...

La escena en cuestión ocurrió cuando yo tenía tres años. Por aquel entonces vivía en Beluso, un pueblo de la provincia de Pontevedra, en un piso de alquiler cerca del colegio en el que trabajaba mi padre. Recuerdo que fui a la habitación de mi hermana, que estaba al fondo del pasillo. Cuando entré vi que estaba bastante desordenada. No me moví mucho, solo di media vuelta y arrimé la puerta para cerrarla. Cuando lo hice vi que de una percha pegada en la puerta colgaba un disfraz que mi hermana había usado en carnaval (iba de mariposa, con telas amarillas, rosas y verdes) y detrás de éste, un espejo alargado. Aparté el disfraz hacia un lado para poder ver bien el reflejo y allí me vi.

Me quedé mirándome a mí mismo durante un rato. No sé por qué, pero en ese momento fui totalmente consciente de que el que estaba ahí delante era yo mismo, como si nunca antes hubiera pensado en mí como una persona con mente propia. Fue como si me hubiera dicho a mí mismo "aquí estás, por fin".

Recortar con punzón: otro de los grandes momentos de la infancia.

A partir de ese momento tuve la sensación de percibir el mundo de una forma diferente, más compleja y con más sentido. Desde aquella, los recuerdos son más ricos y estructurados: la noche de San Juan en la que mi hermano se quemó una mano, mi mejor amigo Lucas y yo jugando a los médicos detrás del sofá de su salón, el día en que mi abuelo se quedó conmigo para vigilar que no me escapase a jugar en la nieve, mi madre persiguiendo un pájaro que se había colado en casa...

Lo malo de crecer es que la vida se hace más seria y ya no quedan tantos momentos felices que rememorar. De hecho, creo nuestros cerebros se esfuerzan más tratando de reprimir los malos recuerdos que de recuperar los buenos.

miércoles, 13 de julio de 2011

Los mocos.

Los mocos nos hacen iguales. Todos los hombres y mujeres, ancianos y niños, de cualquier país, religión, orientación sexual, cultura y calaña, tenemos mocos. Como si fueran nuestros amantes, se acuestan y levantan con nosotros e invaden nuestros orificios creando hábitats de formas, tamaños y colores variados. 

Piscinas de bolas: perfectos caldos de cultivo para los más excelentes fluídos corporales.

Desde Michelle Obama hasta el yonki que toca la flauta en la puerta del Eroski, todos y cada uno de nosotros, sin excepción, luchamos día a día contra esos diminutos seres viscosos por el equilibrio natural de nuestras narices. Y para ello nos valemos de los recursos más variopintos.

Conozco la clásica perforación con dedo meñique (la cual, por cierto, se me antoja arriesgada desde que dejé de morderme las uñas), la eyección por resoplido, la elegante extracción con tisú, la caída libre e incluso el sublime "aquí te pillo, aquí te como" (una dama intentó deleitarme con tan bella merendola hace un par de semanas).

Y sin embargo, no nos damos cuenta de que es una guerra perdida, pues ellos en realidad son parte de nosotros. Desterrarlos es despedirse de algo que un día fue tan nuestro como el corazón que nos late en el pecho. Es un acto de mutilación, la emancipación de nuestras más viles acumulaciones, la poética muerte de un villano de película.

viernes, 8 de julio de 2011

El arte de la tortura.

Si hay algo que me caracteriza, son mis crisis capilares. No es que se me caiga el pelo (en realidad sí), sino que cada varios meses me obsesiono con lo mal que me queda el pelo corto, o el pelo largo, o mi flequillo rebelde (al que cariñosamente llamo "pelopolla"), etc. Pero mi martirio va mucho más allá: siempre me veo en la encrucijada de si debo cortármelo en casa o en la peluquería.

Lo bueno de dejar que sea mi madre quien me retoque es que puedo quejarme si no me gusta. Lo malo es que solo conoce un tipo de peinado. Y claro, ir con el mismo aspecto durante una década es más típico de Jordi Hurtado que de mí. Por otra parte, lo bueno de ir a un profesional es que hay más variedad, aunque también hay dos claros inconvenientes: que el resultado no siempre me gusta (de hecho, casi nunca) y que tengo que dejar que invadan mi espacio superíntimo (atención al prefijo super-).

El equipamiento básico para las peluqueras del siglo XXI.

La verdad es las peluquerías me parecen lugares muy incómodos. Por muchas razones. No me gusta el olor de la gomina, ni las clientas frecuentes (léase señoras mayores con conversaciones que acaban siendo molestas), ni la sensación de volver a casa con el cuello lleno de pelillos pegajosos. Pero lo que más me irrita, por encima de todo, es que me soben.

Tocar la cabeza de alguien es el mayor acto de invasión del espacio personal. Y si quien lo hace es una moza a la que acabas de conocer dos minutos antes de dejarte caer en la silla de tortura, pues no tiene ni puta gracia. Para mí, que me toquen el pelo resulta tan violento como si me agarrasen del pene. Y que me masajeen la cabeza ya es todo un acto de violación frustrante y sin vaselina.

Recuerdo que la primera vez que una peluquera empezó a deslizar sus dedos con obscena lascivia por mi cráneo, pensé que se me estaba insinuando. Lo curioso es que nunca me quejo, sino que me viene la risa nerviosa y me da flojera en las piernas. Me imagino que cuando una mujer va al ginecólogo siente algo parecido.

lunes, 4 de julio de 2011

Mojitos y vodkas.

Me encantan los mojitos. Los amo por encima de todas las cosas e incluso de algunas personas, algo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que odio el ron. Pero debe ser cosa de la hierba buena, o de la lima, o de los hielos.Vete tú a saber.

Las cogorzas con mojito siempre son amables y divertidas, nunca me han dado una mala resaca y me han acompañado en varios de los momentos más grandes y memorables de mi vida. Desde la primera vez que probé uno (casi accidentalmente) hasta el pasado fin de semana festejando el Orgullo madrileño, donde fueron el chaleco salvavidas de mi salud física y mental. Y es que encontrar mi bebida favorita a seis euros cuando el precio promedio de las copas era casi el doble me vino fetén para sobrevivir al calor, disfutar de las carrozas, los maromos, las drags y demás fauna LGBT y para amenizar una noche que rozaba la incógnita.

Lección básica de supervivencia: no es lo mismo un cruasán que un maromo.
El vodka, sin embargo, es como el perfecto aliado del lado oscuro. Sabe seducirme con su sabor aún siendo consciente de que lo que vendrá después no será nada bueno. Las borracheras con vodka siempre han sacado lo peor de mí: he fingido ser como una de esas prostitutas callejeras que se insinúan practicando felaciones con sus propios dedos, he vomitado bilis mientras me arrastraban por el suelo, he usado mi móvil para enviar los peores mensajes de apertura emocional...

Los cristianos de buen saber acostumbran a dar buen ejemplo de las fuerzas opuestas del universo diferenciando los ángeles de los demonios. Yo prefiero pensar en mojitos y vodkas.

lunes, 20 de junio de 2011

O te mueves o caducas.

Este fin de semana he vivido mi primera "boda de amigo", una experiencia clave para la salud mental y hepática de cualquier ser humano. El balance general ha sido muy positivo: me he reencontrado con compañeros de la facultad, hemos recordado algunos episodios, nos hemos puesto al día, me lo he pasado teta y me he emocionado tanto como cuando casi matan al Doctor Carter en Urgencias. Ha habido tiempo hasta para vivir alguna que otra escena con banda sonora original incluida, de esas que quedarán siempre grabadas en formato digital o analógico (en el fondo del cerebro, para los que no usamos tecnología).

No viviré tranquilo hasta que alguien me invite a una boda rusa.

El caso es que nunca creí en el matrimonio como símbolo del amor eterno. De hecho, ya me cuesta creer en el amor eterno a secas, y eso que soy muy romántico cuando quiero. Lo curioso es que no son pocas las personas que conozco que han decidido unirse (religiosa o laicamente) para siempre y lo consiguen. Y sin embargo, para mí es difícil entender, por ejemplo, cómo mis padres pueden llevar tanto tiempo juntos sin morir en el intento. Supongo que es una de esas cosas que sólo las comprendes cuando las vives en tus propias carnes.

Hay gente que ha nacido para casarse. Y también hay quien ha nacido para emparejarse sin muchas expectativas, o quien sólo quiere convertir su vida en un álbum de recuerdos sexuales sin mayor compromiso. Ninguna opción es mejor que otra, todo depende del lugar, el momento y la persona. Reconocer cuál de esas opciones es la que te corresponde y llevar una vida consecuente con tus principios es uno de los mayores gestos de madurez personal, aunque también es una tarea jodida y es fácil equivocarse de bando. Pero si hay algo más difícil todavía es aceptar los caminos que toman los demás. No seré tan hipócrita como para presumir de buenrollismo tolerante, cuando en realidad soy el último en decidirme y el primero en juzgar. Y esa es precisamente mi mayor y más obvia inmadurez.