Los mocos nos hacen iguales. Todos los hombres y
mujeres, ancianos y niños, de cualquier país, religión, orientación
sexual, cultura y calaña, tenemos mocos. Como si fueran nuestros
amantes, se acuestan y levantan con nosotros e
invaden nuestros orificios creando hábitats de formas, tamaños y colores
variados.
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Piscinas de bolas: perfectos caldos de cultivo para los más excelentes fluídos corporales. |
Desde Michelle Obama hasta el yonki que toca la flauta en la puerta del Eroski, todos y cada uno de nosotros, sin excepción, luchamos día a día contra esos diminutos seres viscosos por el equilibrio natural de nuestras narices. Y para ello nos valemos de los recursos más variopintos.
Conozco
la clásica perforación con dedo meñique (la cual, por cierto, se me
antoja arriesgada desde que dejé de morderme las uñas), la eyección por
resoplido, la elegante extracción con tisú, la caída libre
e incluso el sublime "aquí te pillo, aquí te como" (una dama intentó
deleitarme con tan bella merendola hace un par de semanas).
Y
sin embargo, no nos damos cuenta de que es una guerra perdida, pues
ellos en realidad son parte de nosotros. Desterrarlos es despedirse de
algo que un día fue tan nuestro como el corazón que nos late en el pecho. Es un acto de mutilación, la emancipación de nuestras más viles acumulaciones, la poética muerte de un villano de película.