viernes, 7 de mayo de 2010

La máquina que lee.

La ciencia, a pesar de lo recta y digna que parece, es una casa de putas. Al igual que la ropa o la música, también va por modas (que no duran más de 20 años, por cierto): en las últimas décadas hemos vivido la era atómica, la informática, la genética y ahora estamos en el apogeo molecular y de la nanotecnología. Yo me imagino que todo esto funciona gracias a las confabulaciones de un grupo de ancianos científicos nerds que, ocultos entre la sociedad, lo deciden y controlan todo.


Sean quienes sean, creo que se están olvidando de cuestiones éticas y morales fundamentales. Y no me refiero a los debates ya quemados sobre la clonación, la comida transgénica, el acelerador de partículas o el aborto de la gallina. Me refiero a cuestiones mucho más elementales, más de la vida diaria.


Quiero entender cómo un científico de la NASA puede dormir tranquilo sabiendo que
gasta millones de dólares en proyectos tan sofisiticados y olvidarse de que, teniendo todos los recursos que tenemos, hay inventos y descubrimientos muchos más importantes que una piedra flotando en el espacio y que aún no han sido creados a pesar de estar en la mente de cualquier ciudadano de a pie.


Y es que no comprendo cómo es posible que, habiendo cuatro formas diferentes de introducir el ticket en la máquina del parking (al derecho o al revés, boca arriba o boca abajo), sólo una de ellas sirva para que se suba la barrera. Habremos puesto un pie en la Luna y ruedas en Marte, pero yo seguiré fallando el 75% de las veces que quiera sacar el coche de un agujero.


¿En serio a nadie se le ha ocurrido solucionarlo o es parte del complot de esos perversos científicos que dirigen el mundo?

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