jueves, 13 de octubre de 2011

Pa chula yo y pa puta mi perra.


Hallábame yo ayer en la casa de mis padres, enfrascado en plena matanza alienígena, cuando un suceso inesperado rompió la tranquilidad de una tarde que, hasta entonces, había sido muy apacible. Todo comenzó cuando sonó el timbre y mi atención volvió a la realidad. Pausé el videojuego y me acerqué a la puerta, pensando que quizá mi señora madre se habría olvidado las llaves. Al abrir pude ver la cara de la vecina del tercero con su habitual expresión de oler mierda y, a sus pies, un bulldog que parecía a punto de ahogarse en su propia carne.

- ¿Elisa? -sonó su voz eclipsada por los ronquidos del can.
- No. Es la otra puerta -contesté mientras el perro se tomaba la confianza de entrar en mi casa.

No sé si fue por despiste o por tocarme la huevera, la anciana no se había molestado en ponerle la correa al chucho, de manera que éste podía moverse con total libertad. Para cuando me di cuenta, ya se había adentrado varios metros, directo hacia el dormitorio de mis padres. Dirigí la mirada a la otra invasora humana, esperando que diese alguna orden para que el animal diese un giro y volviese a salir por donde había entrado. Pero nada. Se limitaba a apretar el timbre de la otra vivienda mientras vomitaba el nombre de Elisa una y otra vez.

Frustrado, fui detrás del invasor. Para cuando lo alcancé ya había paseado por los dormitorios de mis padres y de mi hermano. Siguió caminando y yo tras él, cerrando todas las puertas a fin de evitar que diera más vueltas. Durante un par de minutos seguimos la ruta por la habitación de mi hermana y por la mía. No dejaba de preguntarme por qué motivo la señora no se molestaba en llamar a su bestia y empecé a increpar al bicho, manteniendo cierta distancia por esto de no perder ningún miembro.

Cuando hubo visitado el baño, tomó rumbo de nuevo a la entrada. En ese instante recordé que mi gato estaba descansando plácidamente en el salón, el último lugar al que se dirigía el perro. Con la agilidad de un atleta olímpico lo adelanté, pasé por el recibidor (aprovechando para fulminar con la mirada a la vecina, que se hacía la loca de manera descarada) y cerré la puerta en su hocico, evitando así un apocalipsis zoológico.

Viendo que Elisa no se encontraba en su domicilio, la anciana pasota decidió largarse, dejándome a solas con la criatura que se arrastraba por el reducido espacio que había conseguido atrincherar. Medio minuto después se oyó su voz, lejana, como a punto de tomar el ascensor.

- ¡Vámonos, cielo!

El animal no obedecía. Sus ronquidos seguían resonando en el recibidor, al tiempo que las orejas de mi gato asomaban por encima del sofá, como intuyendo que algo raro pasaba.

- ¡Vámonos, cielo! - repitió.

Satisfecho con la incursión, el monstruo roncador abandonó la casa y cerré la puerta a escasos milímetros de su culo. Sin saludos, sin disculpas, sin preocupaciones. Así fue como la vieja hija de puta había conseguido perturbar la paz de mi hogar con más talento que un violador con lubricante anal.