miércoles, 13 de julio de 2011

Los mocos.

Los mocos nos hacen iguales. Todos los hombres y mujeres, ancianos y niños, de cualquier país, religión, orientación sexual, cultura y calaña, tenemos mocos. Como si fueran nuestros amantes, se acuestan y levantan con nosotros e invaden nuestros orificios creando hábitats de formas, tamaños y colores variados. 

Piscinas de bolas: perfectos caldos de cultivo para los más excelentes fluídos corporales.

Desde Michelle Obama hasta el yonki que toca la flauta en la puerta del Eroski, todos y cada uno de nosotros, sin excepción, luchamos día a día contra esos diminutos seres viscosos por el equilibrio natural de nuestras narices. Y para ello nos valemos de los recursos más variopintos.

Conozco la clásica perforación con dedo meñique (la cual, por cierto, se me antoja arriesgada desde que dejé de morderme las uñas), la eyección por resoplido, la elegante extracción con tisú, la caída libre e incluso el sublime "aquí te pillo, aquí te como" (una dama intentó deleitarme con tan bella merendola hace un par de semanas).

Y sin embargo, no nos damos cuenta de que es una guerra perdida, pues ellos en realidad son parte de nosotros. Desterrarlos es despedirse de algo que un día fue tan nuestro como el corazón que nos late en el pecho. Es un acto de mutilación, la emancipación de nuestras más viles acumulaciones, la poética muerte de un villano de película.

viernes, 8 de julio de 2011

El arte de la tortura.

Si hay algo que me caracteriza, son mis crisis capilares. No es que se me caiga el pelo (en realidad sí), sino que cada varios meses me obsesiono con lo mal que me queda el pelo corto, o el pelo largo, o mi flequillo rebelde (al que cariñosamente llamo "pelopolla"), etc. Pero mi martirio va mucho más allá: siempre me veo en la encrucijada de si debo cortármelo en casa o en la peluquería.

Lo bueno de dejar que sea mi madre quien me retoque es que puedo quejarme si no me gusta. Lo malo es que solo conoce un tipo de peinado. Y claro, ir con el mismo aspecto durante una década es más típico de Jordi Hurtado que de mí. Por otra parte, lo bueno de ir a un profesional es que hay más variedad, aunque también hay dos claros inconvenientes: que el resultado no siempre me gusta (de hecho, casi nunca) y que tengo que dejar que invadan mi espacio superíntimo (atención al prefijo super-).

El equipamiento básico para las peluqueras del siglo XXI.

La verdad es las peluquerías me parecen lugares muy incómodos. Por muchas razones. No me gusta el olor de la gomina, ni las clientas frecuentes (léase señoras mayores con conversaciones que acaban siendo molestas), ni la sensación de volver a casa con el cuello lleno de pelillos pegajosos. Pero lo que más me irrita, por encima de todo, es que me soben.

Tocar la cabeza de alguien es el mayor acto de invasión del espacio personal. Y si quien lo hace es una moza a la que acabas de conocer dos minutos antes de dejarte caer en la silla de tortura, pues no tiene ni puta gracia. Para mí, que me toquen el pelo resulta tan violento como si me agarrasen del pene. Y que me masajeen la cabeza ya es todo un acto de violación frustrante y sin vaselina.

Recuerdo que la primera vez que una peluquera empezó a deslizar sus dedos con obscena lascivia por mi cráneo, pensé que se me estaba insinuando. Lo curioso es que nunca me quejo, sino que me viene la risa nerviosa y me da flojera en las piernas. Me imagino que cuando una mujer va al ginecólogo siente algo parecido.

lunes, 4 de julio de 2011

Mojitos y vodkas.

Me encantan los mojitos. Los amo por encima de todas las cosas e incluso de algunas personas, algo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que odio el ron. Pero debe ser cosa de la hierba buena, o de la lima, o de los hielos.Vete tú a saber.

Las cogorzas con mojito siempre son amables y divertidas, nunca me han dado una mala resaca y me han acompañado en varios de los momentos más grandes y memorables de mi vida. Desde la primera vez que probé uno (casi accidentalmente) hasta el pasado fin de semana festejando el Orgullo madrileño, donde fueron el chaleco salvavidas de mi salud física y mental. Y es que encontrar mi bebida favorita a seis euros cuando el precio promedio de las copas era casi el doble me vino fetén para sobrevivir al calor, disfutar de las carrozas, los maromos, las drags y demás fauna LGBT y para amenizar una noche que rozaba la incógnita.

Lección básica de supervivencia: no es lo mismo un cruasán que un maromo.
El vodka, sin embargo, es como el perfecto aliado del lado oscuro. Sabe seducirme con su sabor aún siendo consciente de que lo que vendrá después no será nada bueno. Las borracheras con vodka siempre han sacado lo peor de mí: he fingido ser como una de esas prostitutas callejeras que se insinúan practicando felaciones con sus propios dedos, he vomitado bilis mientras me arrastraban por el suelo, he usado mi móvil para enviar los peores mensajes de apertura emocional...

Los cristianos de buen saber acostumbran a dar buen ejemplo de las fuerzas opuestas del universo diferenciando los ángeles de los demonios. Yo prefiero pensar en mojitos y vodkas.