jueves, 28 de abril de 2011

Limas y limones.

"Hay que follar más y joder menos"

Esta es una de las verdades verdaderas más contundentes que he escuchado en las últimas semanas. De hecho, poco a poco se ha ido colando en mi vida, y la de algunos/as de mis compañeros/as, hasta casi convertirse en el lema de la típica jornada laboral. Y a este paso acabará por convertirse en un mantra.

Esta frase es la prima-hermana de la popularmente conocida "a ti lo que te falta es que te echen un buen polvo" e hija del archicelebérrimo adjetivo "malfollada" (lo pongo en femenino porque por alguna extraña razón nunca lo he visto aplicado a un hombre) o "malfollá", como dicen en el sur.

Y es que hay personas que parecen haber sido gestadas en un barril de vinagre y no en un útero. Personas por cuyas venas corre ácido en vez de sangre, dispuestas a escupirte veneno a la cara (a distancia, sin morder, que igual se ensucian al contacto con tu piel) o simplemente a mirarte con cara de estar oliendo mierda.

Siempre habrá alguien que quiera dar por culo.


Intentar saber qué es lo que lleva a que una persona llegue a ser así es una pérdida de tiempo, bien porque la explicación es muy simple o bien porque es de suma complejidad. Lo realmente interesante es preguntarse si existe la posibilidad de que esa gente que vive enfadada día a día pueda llegar a ser feliz en algún momento.

De verdad creo que se puede llegar a aprender a tener una mejor actitud con un poco de azúcar y esmero. Vamos, que no veo excusa ninguna que pueda justificar semejante amargor existencial. Así que, o tengo una mente muy cuadriculada o alguien se olvidó de explicarme cómo es posible llevar las cosas de esa manera sin morir en el intento.

lunes, 11 de abril de 2011

Sinestesias.

En el cerebro hay una estructura, llamémosla tálamo, que funciona como una estación de relevo entre los sentidos y el cerebro pensante (la corteza). En ese lugar se filtra, procesa y codifica la información que entra a través de la vista, el oído, el gusto y el tacto, pero no del olfato. Éste es el único sentido que se libra de la censura del tálamo y entra directamente en la corteza límbica, que es la región cerebral que procesa las emociones, entre otras cosas. Es por ese motivo por el que lo olores son la sensación más pura y visceral que podemos percibir.

Como el primero, no hay ninguno. Por eso siempre me ponen nervioso.

A la hora de disfrutar de una persona, deberíamos hacerlo a través de todos los sentidos. A mí, por lo menos, es una lección que no se me olvida: me encanta ver una cara guapa en alguien bien vestido, buscar lunares y cicatrices en un cuerpo bonito, o comparar tonos de piel antes y después del verano; me excitan las voces sugerentes, lo susurros o los gemidos accidentales; me fascina el sabor del primer beso (y lo impaciente que me pongo por descubrirlo); y me vuelven loco las cosquillas en la cabeza, que me rocen las comisuras de los labios, me acaricien partes del cuerpo que igual no debería nombrar o que me den un meneo bien dado (creo que en esto último todos nacemos iguales).


Pero como dije al principio, el olor es una de las cosas más importantes. Y con esto no quiero decir que la colonia sea necesaria (que a veces es todo lo contrario), sino que un olor sugerente, sea natural o artificial, puede marcar la diferencia entre un "hasta luego" y un "¿cuándo nos volvemos a ver?". He estado con chicos que olían a Dolce&Gabanna (una de mis debilidades), a falta de higiene, a ropa nueva e incluso a detergente. Y luego están los que huelen a sí mismos. Esos... ¡esos sí que se saben saltarse el tálamo!

domingo, 3 de abril de 2011

Eros y Tánatos.

Sigmund Freud, ese viejo verde que (muy a mi pesar) es el más conocido de todos los psicoterapeutas, decía en sus trabajos que el ser humano se mueve por dos principios básicos, dos instintos que él dio en llamar "pulsiones": Eros, la pulsión de la vida cuyo fin es obtener el placer a través del sexo y la creación, y que se exterioriza a través de la libido (con b, sin tilde y en femenino, por favor); y Tánatos, la pulsión de la muerte, que está relacionada con todo lo que tiene que ver con provocar dolor, sufrimiento o destrucción.

Pandilla de pervertidos.

Aunque nunca estuve muy de acuerdo con el señor Freud, sí es cierto que algunas de sus ideas bien podrían explicar muchos comportamientos que, en principio, escapan a la razón. Y no me refiero a las guerras o a las parejas que convierten las discusiones en su modo de vida (que también), sino a cuestiones más cotidianas.

Dejando los fetichismos sexuales a un lado, a casi nadie le gusta auto-provocarse dolor, herirse o mutilarse. Y sin embargo, ¿cuánta gente se agujerea y se inyecta metales debajo de la piel para lucir tatuajes? ¿O cuántos hemos decidido perforarnos partes del cuerpo para colgarnos metales a modo de adorno? ¿Y por qué en tantos sitios se defiende con orgullo la amputación de prepucios o clítoris? Seguro que Sigmund tendría una buena explicación.

El otro día me acordé de lo placentero que fue para mí que se me cayeran los dientes de leche (otro tipo de mutilación, al fin y al cabo). Recuerdo que me encantaba sentir las encías blanditas y las muelas moviéndose, casi balanceándose. E ir tirando poquito a poco, hasta que un día ya estaban tan sueltas que casi no había que hacer fuerza para sentir una especie de crujidito y ver que ese diente ya no estaba en su lugar. Incluso después, el agujero que quedaba era todo un pasatiempo para la lengua. Lo recuerdo casi como un juego, pero reconozco que ahora mismo me parece algo repugnante.

Quizá si esto de perder dientes (y recuperarlos luego) fuese algo que durase toda la vida, tendría una nueva forma de malgastar mi tiempo. Que no es poco.