martes, 28 de diciembre de 2010

Mariconadas.

Hace cinco años ni me imaginaba que trabajaría como psicólogo en una asociación de personas con discapacidad. Sí, he dicho discapacidad. Porque ahora esa es la palabra que mola, el vocablo más educado y adecuado que ha elegido la Administración (lo equivalente al Sistema contra el que luchamos cuando somos teenagers) para romper las barreras de la discriminación.

Los cojones.

Antes fueron minusválidos o disminuidos ("¡Qué barbaridad!", gritarán algunos). Hasta que alguien tuvo la feliz idea de llamarlos discapacitados (sonido de respiración aliviada), pensando que así se resolvía todo. El problema es que no sólo es un término que chirría, sino que (pongo la mano en el fuego) en un plazo de quince años se volverá a cambiar la definición a algo más buenrollista, al estilo de "personas con funcionalidades diferentes".

Un ejemplo práctico: ¿qué es mejor: decir "personas sordas" o "personas con discapacidad auditiva"? Di la palabra sordo en alto y despídete de cualquier ayuda pública o subvención. Luego llama discapacitado a un sordo y cuenta los segundos que pasan antes de que te mire mal (o te parta la cara discapacitadamente). Es curioso que la Administración (sí, otra vez ella) apueste por algo que considera elegante a la par que discreto pero que muchas de las personas a las que va destinado lo ven como un insulto.

Verídico: la publicidad sana obligó a Miguelito a adelgazar y dejar de fumar.


En cuestiones "raciales" (ojo a las comillas) pasa algo parecido: en mi casa es habitual oír hablar de los "negritos", los "gitanillos" o los "chinitos". La explicación de mi madre a tal fenómeno es que el diminutivo suena menos agresivo, más cariñoso. Lo dice para referirse a personas que la duplican en altura, edad o grosor. Personas a las que no conoce absolutamente de nada. Pero en diminutivo, ojo, no caigamos en la intolerancia.

Los negros son negros, al igual que hay gente blanca, amarilla, roja, aceitunada o fucsia si hace falta. Usar el nombre de un color es tan válido como hablar de personas altas, bajas, gordas, delgadas, feas o guapas. Lo intolerante no es nombrar colores, lo intolerante es raparse la cabeza e ir apaleando a todo inmigrante que se te cruce en el camino. Hay que tenerlos bien puestos para llamarlos "
afroamericanos" (no sé los demás, pero yo aún no tengo la habilidad de saber si una persona viene del Congo o de Florida con sólo mirarla) o "personas de color" (¿significa que yo soy una persona sin color? ¿En qué momento lo perdí, o mejor dicho, en qué momento se tiñeron ellos?).

Hay quien opina que hay que ser cautos con el lenguaje porque puede condicionar nuestro modo de pensar. Y creo que es totalmente cierto: los eufemismos y la elegancia al hablar nos hacen quedar, en la mayor parte de los casos, como gilipollas.

Mariconadas. Eso es lo que pienso yo. Mariconadas.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Prácticamente perfecta.

Cada cierto tiempo mi cerebro tiene la necesidad de hablar de uno de los pilares básicos de mi vida: Mary Poppins.


Ella es, con diferencia, el mejor personaje de ficción, la mejor mujer, y la más perfecta persona que ha existido jamás. Si yo pudiera ser como alguien, sería como ella: disciplinada, inteligente, elegante (al mismo tiempo que seductora), cae bien, canta bien y es capaz de hacer muchos trucos. Pero lo que me inquieta de ella es su verdadera naturaleza, sus intenciones claramente ocultas, sus motivaciones en la vida...

Este momento me produce una erección.


El otro día, intercambiando opiniones con una amiga, me di cuenta de que quizá la imagen que tengo de ella no sea la más apropiada... o sí. Me explico: Mary llegó sin que nadie se lo pidiera (al menos de manera directa), hizo que todos se quedaran enganchados a ella y, cuando ya los tenía enamorados hasta las trancas, los abandonó sin despedirse. Eso es lo que yo llamo "ser una auténtica hija de puta" (en el buen sentido, que conste). Lo mejor de todo es que, cuando se va (el mayor gesto de crueldad que pudo tener) todos la siguen amando. Inexplicable. Perfecta.
Esto que digo me parece aún más evidente cuando pienso en el pobre de Bert: es bastante obvio él que siente algo especial por Mary y sin embargo, cuando ella se va, no se le rompe el corazón sino que sonríe al mismo tiempo que se despide con cortesía. El sueño de mi vida.


Mi amiga me dio otra visión totalmente diferente: ella es la trabajadora social perfecta. Va a donde las familias tienen problemas, les ayuda a resolverlos y, cuando ya ha hecho todo su trabajo, se va. No es una Mary cruel, sino todo lo contrario: su misión en la vida es guiar a la gente hacia la felicidad.
Se marcha cuando su trabajo está realizado y no puede atarse a nadie porque la libertad es parte de su naturaleza (recordemos que Mary llega y se va con el viento del este). Ella es el viento que renueva el aire de las familias intoxicadas, lo que hace que nadie pueda odiarla al final. Todos entienden, especialmente Bert, que ella no puede quedarse más (lo cual la convierte en la peor persona con la que podrías casarte, por cierto).


Cerca del final de la película, cuando Mary mantiene su último diálogo, hay una frase que apoyaría la primera visión: "Practically perfect people never permit sentiment to muddle their thinking" ("Las personas prácticamente perfectas nunca permiten que los sentimientos confundan a su razón"). Curiosamente, en la versión doblada al castellano, esa frase es sustituida por otra más adecuada a la segunda teoría: "Aunque me importara, otros niños también me estarán esperando en sus casas". Esto me hace pensar que en realidad, aunque muchos la veamos como un recuerdo común de la infancia, es inevitable que cada uno conozca a una Mary Poppins diferente.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Mascando fósforos para arder de amor (lujuria).

Lo reconozco: no soy una de esas personas que suelen leer. Mi media debe andar entre los tres o cuatro libros al año. Libros de dudosa calidad, por cierto. Más allá de la ciencia ficción, la fantasía, la novela negra, el ensayo científico (sobre neurociencia exclusivamente, que tampoco me voy a tirar de la moto) o el género zombi, sólo uso los libros para que las mesas dejen de cojear. Vamos, que soy la carnaza perfecta para los best-sellers.

Aunque recuerdo que años atrás, cuando estaba en secundaria (Oh my Gosh!, prefiero no echar cuentas), las lecturas obligatorias me dieron la oportunidad de descubrir otras formas de literatura que me acabaron encantando. Para mí, la narrativa sudamericana fue un gran descubrimiento.

Lo que más me gustaba era lo que los expertos (no seré yo) llaman el realismo mágico: historias en las que fantasía y realidad se mezclaban de una forma empalagosa pero encantadora. Igual que hay personas a las que les gustaría que en la vida hubiese una banda sonora, mi sueño siempre fue que vivir escenas propias de novela latinoamericana.

"León hambriento atacando a un antílope" (Henri Rousseau)

Recientemente he recordado (en mi adolescencia fui un iluminado, luego lo olvidé todo) que en realidad no es tan complicado conseguir que tu vida tenga un poco de ese realismo mágico. Todo depende del matiz con el que mires las cosas, como siempre.

Que tus amigos y tú estéis pasando exactamente por los mismos trámites sentimentales puede ser casualidad, o puede ser que la Diosa Fortuna (esa que sustituye al calvo en el anuncio de la Lotería de Navidad) haya decidido mostrarte un camino paralelo que nunca recorrerás...
Que un chico reaparezca durante un día de tu vida para luego no volver a llamarte jamás puede ser un acto de ruptura, o un extraño fenómeno de amnesia amorosa selectiva fruto de una mala digestión...
Que estés cenando con tres desconocidos que hablan lengua de signos en un bar llenos de osos mientras no deja de sonar música techno a todo volumen puede ser normal en una fiesta gay, o puede ser que Rousseau haya vuelto de entre los muertos para incluirnos en una nueva escena en la que finalmente nos explicará (atención: juego de agudeza visual) quién es el monstruo que se esconde tras las plantas...

Y si aún así no te convence, echa mano de los alucinógenos.