sábado, 30 de octubre de 2010

(E)videntemente.

Si me preguntas cómo será mi vida dentro de cinco años, te diré que no tengo ni puta idea (aunque se me ocurren unas cuantas sugerencias, que no preferencias). Ahora, que si me preguntas cómo será en cincuenta años, te lo puedo explicar con pelos y señales. Quizás asumir que llegue a cumplir los setenta y seis (si me lo permiten el tabaco, el alcohol y mi soberana estupidez) es mucho asumir. Pero como la medicina del siglo XXI anda muy avanzada, no pierdo la esperanza. El caso es que ya sé dónde viviré, de qué manera y, lo más importante, con quién.

Cosas que me llegan a la patata (parte 1): ancianos enamorados.
Tras haber trabajado exitosamente y haberme convertido en un claro referente de la historia de la psicoterapia para sordos, me jubilaré y me retiraré a vivir con mi novio (porque tras años de arduas discusiones, llegaríamos a la conclusión de que no merece la pena estar casados). Viviremos en una casa (nuestra propia, no alquilada) en un pueblo de Galicia, cerca del mar, con dos o tres dormitorios, un par de baños, cocina y salón con chimenea. Y una huertita en la que plantaré tomates, fresas, orégano y tomillo limonero. Conmigo habrá tres gatos (un macho y dos hembras) y mis dos hijos y mis cuatro nietos vendrán a visitarnos un fin de semana al mes.

Sobre esa persona, mi novio de la tercera edad, poco tengo que decir. En realidad tengo la corazonada de que si hablo mucho de él, romperé el hechizo y nada se cumplirá. Basta decir que ya sé quién es, con nombre y apellidos, y de qué manera nos reencontraremos tras una trágica ruptura y décadas de silencio y abandono mutuo.

Llámame fantasioso si quieres, pero sé de buena tinta que no soy el único que alguna vez ha pensado en su novio de la tercera edad. Al fin y al cabo, lo bueno de los ex (ojo, que me estoy tirando de la moto) es que siempre puedes fantasear con ellos.

martes, 12 de octubre de 2010

Nosce te ipsum.

Ayer me dijeron algo que nunca había escuchado: me explico demasiado.


Por lo visto, cuando quiero decir o hacer algo, me alargo con explicaciones ordenadas, justificadas y detalladas, como si intentase que la persona que me oye capte perfectamente el significado de lo que estoy diciendo y evitando cualquier posibilidad de ser malinterpretado.

Quien que me lo dijo añadió que, en principio, no es algo malo. Para él es positivo que yo sea tan meticuloso por dos motivos: primero, para que no haya equívocos; segundo, para poder tener argumentos que rebatirme. También dijo que, como todas las cosas, explicar en exceso (recuerdo que he usado la palabra demasiado en la primera línea) puede ser malo.

Su teoría es que dando tantas explicaciones intento dar la imagen de tener la razón. Sería algo así como una forma de convencer a la gente de que mis argumentos son los válidos y que las cosas han de hacerse o pensarse a mi modo (algo que también me ha dicho alguien recientemente, y que es cierto).

Todo esto le daría sentido a un par de asuntos: por un lado, cada vez más me da la impresión de que la gente habla "saltándose cosas". Quizá sólo sea impresión mía, que me haya obsesionado con hablar de forma clara y vea fallos donde no los hay. Por otro lado, tal vez sea por eso por lo que siempre estoy buscando la explicación de todo lo que me ocurre. Aunque últimamente empiezo a convencerme de que lo que intento explicar simplemente no tienen explicación.

lunes, 11 de octubre de 2010

Obvia metáfora.

Yo soy el capitán de mi barco. Y mi barco hace aguas.

Hace semanas que hice chocar el casco contra unas rocas y desde entonces hay un agujero por el que se está colando el agua. He dado a mis hombres la orden de achicarla. Mientras mantengan el ritmo, todos seguiremos a flote. Si hubiese prestado atención a las instrucciones que me daban desde tierra, no habría provocado este accidente. Pero yo soy el capitán de mi barco.

La tripulación se ha amotinado y ha dejado de sacar el agua. Dicen que están cansados, que esta no es forma de sobrevivir. Quizá debería haber escuchado la opinión de mis hombres para buscar una solución alternativa. Pero yo soy el capitán de mi barco.
Ahora me pregunto si mis hombres fueron débiles o si yo fui un mal capitán.


Pero tengo suerte: en el peor de los casos, cuando me haya hundido nadie se acordará de mí; en el mejor de ellos, me recordarán como el peor capitán.