lunes, 27 de septiembre de 2010

Pequeña Miss Sunshine

Esta es la típica historia que me enternece el corazón (por algún lado tenía que notarse mi ramalazo marica, qué le voy a hacer...). Una historia que bien podría ser la trama de la nueva candidata a batir marcas en Cannes, San Sebastián o Hollywood. La historia de Carole Hersee.

La ternura del tecnicolor.
Érase una vez un hombre llamado George Hersee, padre de dos hijas (Carole y Gillian) y encargado de diseñar la carta de ajuste para la BBC. George, quien amaba a sus criaturas más que a nada en el mundo (esto me lo acabo de inventar, más que nada por ir creando ambiente), decidió que la mejor forma de demostrar su cariño sería inmortalizarlas en todos los televisores británicos a altas horas de la madrugada.

Pero el destino quiso que la pequeña Gillian se mantuviese al margen de la fama: con dos dientes menos, su sonrisa no era lo suficientemente agradable para la audiencia. Finalmente, su hermana mayor Carole fue la única protagonista de la carta de ajuste y por ello cobró cien jugosas libras. Junto a ella, una pizarra con la que fingía jugar al tres en raya (¡y con qué naturalidad, caray!) con su muñeco payaso Bubbles.

Carole enseguida se hizo popular: cada día recibía chococientas mil cartas de fans o era entrevistada en cualquier medio. El giro dramático de esta historia viene cuando Carole, abrumada por la fama, decidió desaparecer y crear una nueva vida de progreso y autorrealización. Su imagen pronto fue sustituida por la de una señorita más apropiada para los tiempos que corren (una guarrilla).

La Sra. Hersee figura en el libro Guinness de los Records como la persona que más tiempo ha aparecido en la televisión (un total de setenta mil horas, desde 1967 hasta 1998). Trabaja como diseñadora de ropa y aún conserva a su amigo Bubbles.

Chim-pum!

domingo, 12 de septiembre de 2010

Trapecistas

El público aplaude.


Los dos suben, cada uno por su escalera, separados, conscientes de que allí arriba se van a reencontrar. Entre ellos hay un gran vacío. Al llegar a la plataforma, él se cubre las manos con talco y sujeta el trapecio. Echa un último vistazo antes de saltar: ella está enfrente, a unos diez metros, preparándose, recolocándose el vestido azul.

Él se balancea, adelante y atrás, cogiendo impulso. Pronto ella empieza a hacer lo mismo. Él se cuelga boca abajo, sujetándose a la barra con las rodillas dobladas; ella lo hace totalmente descolada, agarrando el trapecio con las manos. Se mueven a ritmos diferentes, pero en tres balanceos se acompasan. Aún están lejos, pero cuando se junten ella se soltará, dará una voltereta y se agarrará a él.

Y lo hace, muy rápidamente, con suavidad pero a la vez con firmeza. Aprietan bien las manos para no separarse.

Se están mirando a los ojos, sonriendo, disfrutando del tacto del otro. Pero debe ser breve antes de que el otro trapecio, ahora libre, pierda fuerza y rompa el ritmo. Dos balanceos más y él la soltará. Pero él tiene dudas, tiene miedo de hacerlo mal. No quiere separarse de ella, teme soltarla y perderla en la red. Sólo falta un balanceo para el salto. Pero él piensa que están más seguros si permanecen juntos.

Como una idea fugaz, se da cuenta de que si no lo hace el espectáculo se echará a perder. Se arma de valor y, en el último instante, abre las manos y cierra los ojos. No quiere ver, no quiere saber si ella ha conseguido aferrarse a la otra barra o si ha caído.

Permanece colgado del revés, sin hacer nada, esperando a que el trapecio se frene. Por fin abre los ojos y decide volver a su plataforma. Al apoyar los pies recupera la estabilidad, se da la vuelta y la ve. Ella está en la otra plataforma, sonriente, mirándolo con orgullo, o tal vez con agradecimiento.

Y el público aplaude.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Y los Reyes Magos.

Se dice que entre los tres y los cuatro años de edad tiene lugar la primera gran decepción de la vida. Es ese momento en el que pasamos de ser bultos babosos a personitas preguntonas y nuestros padres y madres son nuestra principal fuente de información. El fallo ocurre la primera vez que nos responden con un "no sé" y nos hacemos conscientes de que ellos, lejos de ser perfectos, son tan limitados como nosotros.

No es la única decepción de la infancia. De hecho, no entiendo cómo la mayoría de la gente recuerda esos años como felices teniendo en cuenta la cantidad de palos que nos llevamos: descubrir que Papá Noel o el ratoncito Pérez no existen, ver los cadáveres de todos tus peces y tortugas viajando por el water hacia sabe Dios dónde, descubrir que a tus primos les han regalado ese juguete que tanto deseabas y a ti no, ver a David el gnomo convirtiéndose en árbol...

Luego, la pubertad no está tan mal. Aunque es el momento perfecto para darte cuenta de lo que odias a tu familia o de lo corrupto que está el Sistema (yo también estuve en contra del Sistema, aunque a día de hoy aún no sé lo que es), creo que todo lo malo que ocurre sólo ocurre en tu cabeza. Vamos, que no creo que sea una época decepcionante, simplemente nos volvemos gilipollas durante unos años.

Entre el final de la adolescencia y el principio de la (sub)adultez hay una nueva explosión de decepciones. En mi caso destacaría tres: cuando perdí la virginidad (sí, el sexo está bien, pero la primera vez es lo más torpe, aburrido e insatisfactorio que te puedas echar a la cara), cuando me licencié (cinco años después te das cuenta de que no has aprendido nada y te arrepientes de no haber hecho un FP), y cuando descubrí que los amigos, esos por los que años antes habrías matado, no son para siempre (y en ese momento entiendes por qué tus padres y el resto de los adultos tienen tan pocos).

Decepcionante es pensar que en algún momento de tu vida tuviste exactamente este aspecto.


Luego aún vienen muchas otras: la gran mentira del INEM, los amigos que se emparejan y desaparecen del mapa, o confiar en que eres una buena persona y descubrir que te has convertido en un hijo de puta.