sábado, 3 de diciembre de 2011

Nunca jamás.

Es sábado por la noche. Estás en el pub de ambiente más típico de la ciudad, con tus amigos y los amigos de tus amigos (todos gays, por supuesto). Entre ellos, un chico más bien feúcho pero con "cara de follar bien" (de los que te dan morbo, mucho más que los típicos chavales guapos, depilados y fibrados propios de película porno). Varias horas después vas en coche de vuelta a casa, sentado en la parte de atrás junto al muchacho en cuestión. Sin que el piloto o el copiloto se den cuenta, os besáis furtivamente y acordáis volver a veros unos días después.

Al siguiente fin de semana recibes una invitación: cena, película y noche en su casa, aprovechando que sus padres están de viaje. Dado que no tienes coche, decides comprar un billete de ida y vuelta para el tren. Llegas poco más de media hora después. Te recibe y, como un gato cuando necesita sentirse seguro, haces un breve reconocimiento del territorio.

La cena es poco romántica pero muy española: tortilla, jamón, queso y chorizo (el mejor aliado, junto con la comida china, para convertir una cita en un recital de pedos y eructos). La película es totalmente irrelevante, teniendo en cuenta que tu atención pasó de la pantalla de la tele a sus labios en menos de dos minutos.

Ya estáis en cama, tumbados y abrazados. Te sientes un poco extraño (quizá por llevar tanto tiempo en sequía, piensas). En cuanto os desnudáis él entra en frenesí: te besa con tanta pasión que en realidad te está golpeando con la boca, masculla como un poseso que habla lenguas muertas y te zarandea como si te estuvieras asfixiando con una aceituna. Piensas que es un poco forzado o tal vez inexperto, pero el calentón sigue ahí y decides controlar la situación.

Dadas las circunstancias, crees que la mejor estrategia es saltarse los preliminares. Bajas hacia el epicentro del asunto pero te detiene antes incluso de poder rozarlo. Para tu desgracia, le gusta llevar las riendas. Estás sometido a él, que continua con su cada vez más exagerado teatrillo: los besos ahora son más violentos, ha empezado a gemir alto y claro sin que tu le hayas tocado siquiera, pone muecas extrañas y se mueve con una torpeza exasperante. Te sientes como en una mala película porno, en el peor sentido que puedas imaginar. Resulta más frío y artificial que Nicole Kidman haciendo de mimo en una cámara frigorífica. Una hora más tarde sigue así, y aún no ha habido ningún movimiento de cintura para abajo.

Hubiera sido mejor quedarte en casa haciéndote las ingles.

Lo que días antes te resultaba morboso ahora te produce más rechazo que el gluten a un celíaco, y la parte más vascular de tu anatomía te delata. Sólo piensas en una cosa: huir. Pero el próximo tren sale dentro de seis horas. En ese momento te sientes como Charlton Heston al final del Planeta de los Simios. No queda otra alternativa más que perder la vergüenza y fingir una indisposición letal.

-¡Uf! ¿Te importa si paramos? -le dices mientras él te mira con cara de no entender nada-. Tengo el estómago un poco revuelto, creo que el chorizo me ha sentado mal...

Has aprendido una importante lección. En la oscuridad, mientras él ronca, te juras a ti mismo que nunca volverás a ir a una cita sin un buen plan de fuga y una excusa para no volver a veros jamás.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Más falso que un amigo de Facebook.

Muchas películas y series (por ejemplo, el capítulo en el que los Simpson viajan a Australia) explican que el agua de los retretes y lavabos del hemisferio norte gira en un sentido determinado y en el hemisferio sur en el sentido contrario. Es lo que se llama efecto Coriolis, forma parte de la cultura general y, sin embargo, es una falacia. No es que dicho efecto no exista (que va a ser que sí), sino que el sentido del giro del líquido no tiene nada que ver con él. En realidad está más relacionado con la superficie o la inclinación del desagüe, de manera que en cada casa el agua es libre de irse de la forma que le dé la gana (me encantará veros tirando de la cadena del water para comprobar que no miento).

Al igual que en este caso, muchos otros rumores se han colado y esparcido en nuestra cultura como un virus en nuestro cuerpo: el incidente de Ricky Martin con el perro y la mermelada, la supuesta hepatitis de Osama bin Laden cuando aún se escondía en una cueva, la carrera pornográfica del actor que una vez interpretó al Power Ranger rojo, la muerte de la protagonista de "El exorcista" tras el rodaje de la película, los caimanes albinos que viven en las cloacas de Nueva York, la chica (de nombre Verónica) que se aparece en espíritu si dices su nombre tres veces delante de un espejo (la leyenda urbana es la prima pija y moderna del rumor, por cierto)... Sé que quedan muchas otras historias falsas en el tintero, pero llevaría días hacer cuenta de todas ellas, aunque os invito a que comentéis las que se os vengan a la cabeza.


Para entender el papel de los rumores en la historia moderna hay que remontarse a la II Guerra Mundial: los nazis, además de ser unos excelentísimos malnacidos, fueron expertos en guerra psicológica. Gracias a ellos se puso en evidencia que el poder de la información es un arma más peligrosa que un hombre-bomba conduciendo el camión de reparto del gas. Desde entonces, todas las potencias mundiales han estudiado el rumor y el populacho ha usado estos conocimientos de formas que van mucho más allá del interés bélico.

Gordon Allport y Leo Postman (dos psicólogos estadounidenses) fueron quienes, a mediados del siglo XX, crearon la Teoría del rumor. Ésta dice que para que un rumor funcione debe ser relevante (que sea una historia con jugo) y ambiguo (difícil de contrastar y con varios niveles de interpretación). A estas dos premisas se le pueden añadir otras tantas para que la trampa sea más efectiva: que sea breve, que la fuente del rumor sea una persona importante o de confianza, que coincida con los valores y tradiciones de la cultura en la que se difunda, etc. Desde luego, yo añadiría el papel de las nuevas tecnologías en todo este asunto (mucho ojo con la Wikipedia, señoras y señores).

Ahora que lo sabéis, en vuestras manos está usar esta herramienta como modo de satisfacer vuestras más primitivas necesidades, pasar un rato divertido, ganar fama o simplemente vengaros de esa persona a la que tan poco amor queréis dedicar.

jueves, 13 de octubre de 2011

Pa chula yo y pa puta mi perra.


Hallábame yo ayer en la casa de mis padres, enfrascado en plena matanza alienígena, cuando un suceso inesperado rompió la tranquilidad de una tarde que, hasta entonces, había sido muy apacible. Todo comenzó cuando sonó el timbre y mi atención volvió a la realidad. Pausé el videojuego y me acerqué a la puerta, pensando que quizá mi señora madre se habría olvidado las llaves. Al abrir pude ver la cara de la vecina del tercero con su habitual expresión de oler mierda y, a sus pies, un bulldog que parecía a punto de ahogarse en su propia carne.

- ¿Elisa? -sonó su voz eclipsada por los ronquidos del can.
- No. Es la otra puerta -contesté mientras el perro se tomaba la confianza de entrar en mi casa.

No sé si fue por despiste o por tocarme la huevera, la anciana no se había molestado en ponerle la correa al chucho, de manera que éste podía moverse con total libertad. Para cuando me di cuenta, ya se había adentrado varios metros, directo hacia el dormitorio de mis padres. Dirigí la mirada a la otra invasora humana, esperando que diese alguna orden para que el animal diese un giro y volviese a salir por donde había entrado. Pero nada. Se limitaba a apretar el timbre de la otra vivienda mientras vomitaba el nombre de Elisa una y otra vez.

Frustrado, fui detrás del invasor. Para cuando lo alcancé ya había paseado por los dormitorios de mis padres y de mi hermano. Siguió caminando y yo tras él, cerrando todas las puertas a fin de evitar que diera más vueltas. Durante un par de minutos seguimos la ruta por la habitación de mi hermana y por la mía. No dejaba de preguntarme por qué motivo la señora no se molestaba en llamar a su bestia y empecé a increpar al bicho, manteniendo cierta distancia por esto de no perder ningún miembro.

Cuando hubo visitado el baño, tomó rumbo de nuevo a la entrada. En ese instante recordé que mi gato estaba descansando plácidamente en el salón, el último lugar al que se dirigía el perro. Con la agilidad de un atleta olímpico lo adelanté, pasé por el recibidor (aprovechando para fulminar con la mirada a la vecina, que se hacía la loca de manera descarada) y cerré la puerta en su hocico, evitando así un apocalipsis zoológico.

Viendo que Elisa no se encontraba en su domicilio, la anciana pasota decidió largarse, dejándome a solas con la criatura que se arrastraba por el reducido espacio que había conseguido atrincherar. Medio minuto después se oyó su voz, lejana, como a punto de tomar el ascensor.

- ¡Vámonos, cielo!

El animal no obedecía. Sus ronquidos seguían resonando en el recibidor, al tiempo que las orejas de mi gato asomaban por encima del sofá, como intuyendo que algo raro pasaba.

- ¡Vámonos, cielo! - repitió.

Satisfecho con la incursión, el monstruo roncador abandonó la casa y cerré la puerta a escasos milímetros de su culo. Sin saludos, sin disculpas, sin preocupaciones. Así fue como la vieja hija de puta había conseguido perturbar la paz de mi hogar con más talento que un violador con lubricante anal.

lunes, 5 de septiembre de 2011

La entropía y el profesor Helveg.


El destino quiso que Argus Helveg, profesor de física en la Universidad de Copenhague, se convirtiera en uno de los protagonistas de la historia desconocida del siglo XXI. Todo sucedió la noche del 16 de noviembre de 2004, cuando el maestro decidió darse un baño para despojarse de toda la tensión que había acumulado durante la jornada.

Nada más sumergirse en el agua caliente notó cómo sus músculos se ablandaban y su mente se evadía. La sensación no tardó en hacerse realidad: como si fuera un terrón de azúcar, su cuerpo empezó a disolverse hasta quedar reducido a un montón de moléculas que nadaban de forma errática.

Su esposa, la señora Anna Helveg, llegó a casa una hora después. Ignorando el funesto destino de su marido y extrañada al ver la bañera llena de agua tibia, retiró el tapón, provocando que el profesor se perdiera para siempre por las cañerías.

Años después, un pescador noruego afirmó haber encontrado la boca recompuesta del señor Helveg, que declaró: "Al contrario de lo que opinan los expertos, viajar a través de las cloacas ha sido la experiencia más enriquecedora de mi vida".

jueves, 1 de septiembre de 2011

El capítulo 1.

Mi vida empezó como una película, o por lo menos así es como me gusta verlo a mí. Sé perfectamente cual es mi primer recuerdo, la primera escena de mi vida con cierta coherencia y argumento. Todo lo que existió antes de eso son ideas sueltas, sensaciones muy simples y breves sin demasiada importancia: la imagen de la estufa de leña en mi antiguo piso, el sofá en el que me sentaba a comer galletas, un caballo de juguete en el que mis hermanos escondían ceras de colores...

La escena en cuestión ocurrió cuando yo tenía tres años. Por aquel entonces vivía en Beluso, un pueblo de la provincia de Pontevedra, en un piso de alquiler cerca del colegio en el que trabajaba mi padre. Recuerdo que fui a la habitación de mi hermana, que estaba al fondo del pasillo. Cuando entré vi que estaba bastante desordenada. No me moví mucho, solo di media vuelta y arrimé la puerta para cerrarla. Cuando lo hice vi que de una percha pegada en la puerta colgaba un disfraz que mi hermana había usado en carnaval (iba de mariposa, con telas amarillas, rosas y verdes) y detrás de éste, un espejo alargado. Aparté el disfraz hacia un lado para poder ver bien el reflejo y allí me vi.

Me quedé mirándome a mí mismo durante un rato. No sé por qué, pero en ese momento fui totalmente consciente de que el que estaba ahí delante era yo mismo, como si nunca antes hubiera pensado en mí como una persona con mente propia. Fue como si me hubiera dicho a mí mismo "aquí estás, por fin".

Recortar con punzón: otro de los grandes momentos de la infancia.

A partir de ese momento tuve la sensación de percibir el mundo de una forma diferente, más compleja y con más sentido. Desde aquella, los recuerdos son más ricos y estructurados: la noche de San Juan en la que mi hermano se quemó una mano, mi mejor amigo Lucas y yo jugando a los médicos detrás del sofá de su salón, el día en que mi abuelo se quedó conmigo para vigilar que no me escapase a jugar en la nieve, mi madre persiguiendo un pájaro que se había colado en casa...

Lo malo de crecer es que la vida se hace más seria y ya no quedan tantos momentos felices que rememorar. De hecho, creo nuestros cerebros se esfuerzan más tratando de reprimir los malos recuerdos que de recuperar los buenos.

miércoles, 13 de julio de 2011

Los mocos.

Los mocos nos hacen iguales. Todos los hombres y mujeres, ancianos y niños, de cualquier país, religión, orientación sexual, cultura y calaña, tenemos mocos. Como si fueran nuestros amantes, se acuestan y levantan con nosotros e invaden nuestros orificios creando hábitats de formas, tamaños y colores variados. 

Piscinas de bolas: perfectos caldos de cultivo para los más excelentes fluídos corporales.

Desde Michelle Obama hasta el yonki que toca la flauta en la puerta del Eroski, todos y cada uno de nosotros, sin excepción, luchamos día a día contra esos diminutos seres viscosos por el equilibrio natural de nuestras narices. Y para ello nos valemos de los recursos más variopintos.

Conozco la clásica perforación con dedo meñique (la cual, por cierto, se me antoja arriesgada desde que dejé de morderme las uñas), la eyección por resoplido, la elegante extracción con tisú, la caída libre e incluso el sublime "aquí te pillo, aquí te como" (una dama intentó deleitarme con tan bella merendola hace un par de semanas).

Y sin embargo, no nos damos cuenta de que es una guerra perdida, pues ellos en realidad son parte de nosotros. Desterrarlos es despedirse de algo que un día fue tan nuestro como el corazón que nos late en el pecho. Es un acto de mutilación, la emancipación de nuestras más viles acumulaciones, la poética muerte de un villano de película.

viernes, 8 de julio de 2011

El arte de la tortura.

Si hay algo que me caracteriza, son mis crisis capilares. No es que se me caiga el pelo (en realidad sí), sino que cada varios meses me obsesiono con lo mal que me queda el pelo corto, o el pelo largo, o mi flequillo rebelde (al que cariñosamente llamo "pelopolla"), etc. Pero mi martirio va mucho más allá: siempre me veo en la encrucijada de si debo cortármelo en casa o en la peluquería.

Lo bueno de dejar que sea mi madre quien me retoque es que puedo quejarme si no me gusta. Lo malo es que solo conoce un tipo de peinado. Y claro, ir con el mismo aspecto durante una década es más típico de Jordi Hurtado que de mí. Por otra parte, lo bueno de ir a un profesional es que hay más variedad, aunque también hay dos claros inconvenientes: que el resultado no siempre me gusta (de hecho, casi nunca) y que tengo que dejar que invadan mi espacio superíntimo (atención al prefijo super-).

El equipamiento básico para las peluqueras del siglo XXI.

La verdad es las peluquerías me parecen lugares muy incómodos. Por muchas razones. No me gusta el olor de la gomina, ni las clientas frecuentes (léase señoras mayores con conversaciones que acaban siendo molestas), ni la sensación de volver a casa con el cuello lleno de pelillos pegajosos. Pero lo que más me irrita, por encima de todo, es que me soben.

Tocar la cabeza de alguien es el mayor acto de invasión del espacio personal. Y si quien lo hace es una moza a la que acabas de conocer dos minutos antes de dejarte caer en la silla de tortura, pues no tiene ni puta gracia. Para mí, que me toquen el pelo resulta tan violento como si me agarrasen del pene. Y que me masajeen la cabeza ya es todo un acto de violación frustrante y sin vaselina.

Recuerdo que la primera vez que una peluquera empezó a deslizar sus dedos con obscena lascivia por mi cráneo, pensé que se me estaba insinuando. Lo curioso es que nunca me quejo, sino que me viene la risa nerviosa y me da flojera en las piernas. Me imagino que cuando una mujer va al ginecólogo siente algo parecido.

lunes, 4 de julio de 2011

Mojitos y vodkas.

Me encantan los mojitos. Los amo por encima de todas las cosas e incluso de algunas personas, algo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que odio el ron. Pero debe ser cosa de la hierba buena, o de la lima, o de los hielos.Vete tú a saber.

Las cogorzas con mojito siempre son amables y divertidas, nunca me han dado una mala resaca y me han acompañado en varios de los momentos más grandes y memorables de mi vida. Desde la primera vez que probé uno (casi accidentalmente) hasta el pasado fin de semana festejando el Orgullo madrileño, donde fueron el chaleco salvavidas de mi salud física y mental. Y es que encontrar mi bebida favorita a seis euros cuando el precio promedio de las copas era casi el doble me vino fetén para sobrevivir al calor, disfutar de las carrozas, los maromos, las drags y demás fauna LGBT y para amenizar una noche que rozaba la incógnita.

Lección básica de supervivencia: no es lo mismo un cruasán que un maromo.
El vodka, sin embargo, es como el perfecto aliado del lado oscuro. Sabe seducirme con su sabor aún siendo consciente de que lo que vendrá después no será nada bueno. Las borracheras con vodka siempre han sacado lo peor de mí: he fingido ser como una de esas prostitutas callejeras que se insinúan practicando felaciones con sus propios dedos, he vomitado bilis mientras me arrastraban por el suelo, he usado mi móvil para enviar los peores mensajes de apertura emocional...

Los cristianos de buen saber acostumbran a dar buen ejemplo de las fuerzas opuestas del universo diferenciando los ángeles de los demonios. Yo prefiero pensar en mojitos y vodkas.

lunes, 20 de junio de 2011

O te mueves o caducas.

Este fin de semana he vivido mi primera "boda de amigo", una experiencia clave para la salud mental y hepática de cualquier ser humano. El balance general ha sido muy positivo: me he reencontrado con compañeros de la facultad, hemos recordado algunos episodios, nos hemos puesto al día, me lo he pasado teta y me he emocionado tanto como cuando casi matan al Doctor Carter en Urgencias. Ha habido tiempo hasta para vivir alguna que otra escena con banda sonora original incluida, de esas que quedarán siempre grabadas en formato digital o analógico (en el fondo del cerebro, para los que no usamos tecnología).

No viviré tranquilo hasta que alguien me invite a una boda rusa.

El caso es que nunca creí en el matrimonio como símbolo del amor eterno. De hecho, ya me cuesta creer en el amor eterno a secas, y eso que soy muy romántico cuando quiero. Lo curioso es que no son pocas las personas que conozco que han decidido unirse (religiosa o laicamente) para siempre y lo consiguen. Y sin embargo, para mí es difícil entender, por ejemplo, cómo mis padres pueden llevar tanto tiempo juntos sin morir en el intento. Supongo que es una de esas cosas que sólo las comprendes cuando las vives en tus propias carnes.

Hay gente que ha nacido para casarse. Y también hay quien ha nacido para emparejarse sin muchas expectativas, o quien sólo quiere convertir su vida en un álbum de recuerdos sexuales sin mayor compromiso. Ninguna opción es mejor que otra, todo depende del lugar, el momento y la persona. Reconocer cuál de esas opciones es la que te corresponde y llevar una vida consecuente con tus principios es uno de los mayores gestos de madurez personal, aunque también es una tarea jodida y es fácil equivocarse de bando. Pero si hay algo más difícil todavía es aceptar los caminos que toman los demás. No seré tan hipócrita como para presumir de buenrollismo tolerante, cuando en realidad soy el último en decidirme y el primero en juzgar. Y esa es precisamente mi mayor y más obvia inmadurez.
 

sábado, 4 de junio de 2011

Mercator el mentiroso y Peters el ladrón.

En el año 1569, un hombre llamado Gerardus Mercator creó el mapa del mundo más conocido de la historia. De hecho, es el que se sigue usando hoy en casi todos los atlas, libros de geografía e incluso en el Google Maps. Este mapa, sin embargo, es una de las mayores mentiras creadas y creídas por la humanidad. No es que Mercator fuese una mala persona (el hombre hizo lo que pudo con toda su buena intención), sino que fue la mentalidad eurocéntrica de la época la que lo utilizó como medio para disimular sus complejos.
El caso es que la proyección de Mercator tiene errores como elefantes y da libertad a peligrosas interpretaciones geopolíticas. Para entenderlo claramente, es un mapa que exagera el tamaño de los países a medida que se acercan a los polos, mientras que lo que está más próximo al ecuador queda reducido a la mínima expresión. El ejemplo perfecto sería el siguiente: a simple vista, Groenlandia parece tener casi la misma extensión que África, cuando en realidad es catorce veces menor. Se podrían hacer comparaciones igual de sangrantes con muchas otras regiones del planeta.
Fue necesario esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para que otro hombre, Arno Peters, pusiera el grito en el cielo y las cosas en su lugar. Él fue quien creó un nuevo plano, más fiel a la realidad (aunque no exacto, que conste). Este nuevo mapa representa de forma mucho más precisa la verdadera superficie de los continentes y te permite ver las cosas desde una nueva perspectiva. A pesar de todo, dado que Peters era cineasta (y no cartógrafo) y que en realidad la idea se la había robado a un clérigo escocés llamado James Gall, casi nadie prestó atención a su intento de revolución social.
www.elpais.com - Europa es una cagada de mosca.


Con esto y un par de nociones de economía y política global, no es difícil entender por qué Europa siempre se representa en el centro del mapamundi, o por qué el Norte se puso arriba y no abajo. Se ve que eso de que "el tamaño sí importa" no es solo aplicable a las pollas. Los del viejo continente siempre hemos sido muy especiales para estas cosas.

domingo, 29 de mayo de 2011

Sobre lo único inevitable.

A riesgo de perder los pocos puntos de simpatía que poco a poco me he ganado con este blog, hoy quiero confesar que soy un ferviente defensor del humor negro. Ya me han tachado de maleducado varias veces, así que no será novedad si alguno/a de vosotros/as acaba desarrollando cierto desprecio hacia mí cuando digo que sigo riéndome con chistes sobre la muerte de Lady Di, la desaparición de Madeleine o la siempre socorrida Irene Villa.


Por suerte (o por desgracia), hace relativamente poco tiempo conocí a una persona con un gusto tan macabro, o más, que el mio. Y lo que el otro día comenzó como un recital telefónico de humor cruel acabó derivando a un intenso debate sobre el turbio asunto de los pepinillos españoles. La conclusión fue clara: hay muertes decentes y muertes ridículas.


Desde luego, "muerte por pepinillo" no es precisamente la forma más gloriosa de abandonar este mundo. Y se me ocurren muchos más ejemplos: asfixiarte con una pepita de aceituna, resbalar y romperte el cuello con la taza del water, ser atropellado por un carrito de helados, electrocutarte por mear en una toma de corriente, sufrir un infarto mientras practicas sexo... Cosas como estas son las que hacen que las familias guarden silencio y acaben convirtiendo la muerte en un tema tabú.

El hombre que marcó un antes y un después en el oficio de la mastrubación.

Creo que en el fondo todos deseamos tener un final digno, como en las películas: una enfermedad más o menos extraña, un asesinato perpetrado por algún profesional, un accidente de coche, o simplemente morir de viejo, postrado en una cama, rodeado por toda tu gente y despidiéndote con unas impactantes últimas palabras.


Conociéndome como me conozco, estoy seguro de que yo no tendré tanta suerte. Mi exitus tendrá tintes tragicómicos y no podré evitar que mi último pensamiento se covierta en pura vergüenza. Así es como funciona el karma.

jueves, 19 de mayo de 2011

El cementerio de las promesas incumplidas.

Dentro de exactamente un mes se casa uno de mis antiguos compañeros de la facultad, acontecimiento que espero con una ilusión típicamente adolescente (ya me arrepentiré de estas palabras cuando vea mis ahorros desapareciendo a la velocidad del rayo). El caso es que aún tengo que comprarme un traje para la ocasión, cosa que debería haber hecho eones atrás: hace tiempo me prometí a mí mismo que con el primer sueldo que ganase, me compraría un traje hecho a medida. De eso hace casi dos años y nanai del paraguay.


Pero es que soy un saco de despropósitos, lo admito. Tengo una habilidad sobrehumana para procrastinar (le cogí cariño a esta palabra) y crear objetivos más rápido de lo que los puedo o quiero cumplir. Ni siquiera la lista de tareas pendientes que tengo colgada en el corcho de mi habitación (en la que se incluyen, entre otras cosas, dejar de fumar, dejar de morderme las uñas, leerme todos los libros que tengo atrasados o ponerme a dieta) sirve para despertar mi fuerza de voluntad.

Y mira que no habré tenido oportunidades para cambiar un poco el rumbo de mi vida. Como todos los mortales de a pie, tengo la manía de intentar autoconvencerme de que empiezo "el próximo lunes", o "el 1 de enero". Incluso las excusas más potentes, al estilo "quiero que mi ex vea lo bien que me he puesto desde que no estoy con él" o "ahora que el mozo este me está galaneando tengo que quedar perfecto", suelen rondar por mi cabeza. Pero la pereza me puede, chico. Qué quieres que le haga.

A este paso, o alguien me espabila a base de collejas, o me veo sin pasar la ITV. Menos mal que aún me quedan tres años de margen antes de cumplir la treintena, que imagino será el punto de no retorno.

viernes, 6 de mayo de 2011

Epic win.

Por segunda vez me he presentado al concurso de microrrelatos del restaurante Gálgala. Y por segunda vez lo he conseguido. Cosas de estas vienen muy bien para mi frágil ego (a falta de mozos que me echen piropos). Aunque creo que la vergüenza me va a impedir presentarme una tercera vez. El tiempo lo dirá.


CRÓNICA DE UNA COMBUSTIÓN


-El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.


Esas fueron las últimas palabras que Antonio Diestro Quimera, maestro artificiero, pudo decir en su lecho de muerte. Para su decepción, ninguno de sus cuatro hijos varones se molestó en escucharlas, pues solo pensaban en la jugosa herencia que estaba por llegar.


Hubo que esperar casi veinte años para que Lourdes Luminosa Quimera, su única hija y la menor de los cinco hermanos, descubriese el verdadero significado de aquella revelación. Fue ella quien, continuando el trabajo de su padre, creó el espectáculo pirotécnico más perfecto jamás soñado. Tan bello fue que quienes lo vieron comenzaron a arder espontáneamente. Se dice que los cadáveres calcinados y los montoncitos de ceniza que amanecieron al día siguiente aún parecían esbozar sonrisas de satisfacción.

jueves, 28 de abril de 2011

Limas y limones.

"Hay que follar más y joder menos"

Esta es una de las verdades verdaderas más contundentes que he escuchado en las últimas semanas. De hecho, poco a poco se ha ido colando en mi vida, y la de algunos/as de mis compañeros/as, hasta casi convertirse en el lema de la típica jornada laboral. Y a este paso acabará por convertirse en un mantra.

Esta frase es la prima-hermana de la popularmente conocida "a ti lo que te falta es que te echen un buen polvo" e hija del archicelebérrimo adjetivo "malfollada" (lo pongo en femenino porque por alguna extraña razón nunca lo he visto aplicado a un hombre) o "malfollá", como dicen en el sur.

Y es que hay personas que parecen haber sido gestadas en un barril de vinagre y no en un útero. Personas por cuyas venas corre ácido en vez de sangre, dispuestas a escupirte veneno a la cara (a distancia, sin morder, que igual se ensucian al contacto con tu piel) o simplemente a mirarte con cara de estar oliendo mierda.

Siempre habrá alguien que quiera dar por culo.


Intentar saber qué es lo que lleva a que una persona llegue a ser así es una pérdida de tiempo, bien porque la explicación es muy simple o bien porque es de suma complejidad. Lo realmente interesante es preguntarse si existe la posibilidad de que esa gente que vive enfadada día a día pueda llegar a ser feliz en algún momento.

De verdad creo que se puede llegar a aprender a tener una mejor actitud con un poco de azúcar y esmero. Vamos, que no veo excusa ninguna que pueda justificar semejante amargor existencial. Así que, o tengo una mente muy cuadriculada o alguien se olvidó de explicarme cómo es posible llevar las cosas de esa manera sin morir en el intento.

lunes, 11 de abril de 2011

Sinestesias.

En el cerebro hay una estructura, llamémosla tálamo, que funciona como una estación de relevo entre los sentidos y el cerebro pensante (la corteza). En ese lugar se filtra, procesa y codifica la información que entra a través de la vista, el oído, el gusto y el tacto, pero no del olfato. Éste es el único sentido que se libra de la censura del tálamo y entra directamente en la corteza límbica, que es la región cerebral que procesa las emociones, entre otras cosas. Es por ese motivo por el que lo olores son la sensación más pura y visceral que podemos percibir.

Como el primero, no hay ninguno. Por eso siempre me ponen nervioso.

A la hora de disfrutar de una persona, deberíamos hacerlo a través de todos los sentidos. A mí, por lo menos, es una lección que no se me olvida: me encanta ver una cara guapa en alguien bien vestido, buscar lunares y cicatrices en un cuerpo bonito, o comparar tonos de piel antes y después del verano; me excitan las voces sugerentes, lo susurros o los gemidos accidentales; me fascina el sabor del primer beso (y lo impaciente que me pongo por descubrirlo); y me vuelven loco las cosquillas en la cabeza, que me rocen las comisuras de los labios, me acaricien partes del cuerpo que igual no debería nombrar o que me den un meneo bien dado (creo que en esto último todos nacemos iguales).


Pero como dije al principio, el olor es una de las cosas más importantes. Y con esto no quiero decir que la colonia sea necesaria (que a veces es todo lo contrario), sino que un olor sugerente, sea natural o artificial, puede marcar la diferencia entre un "hasta luego" y un "¿cuándo nos volvemos a ver?". He estado con chicos que olían a Dolce&Gabanna (una de mis debilidades), a falta de higiene, a ropa nueva e incluso a detergente. Y luego están los que huelen a sí mismos. Esos... ¡esos sí que se saben saltarse el tálamo!

domingo, 3 de abril de 2011

Eros y Tánatos.

Sigmund Freud, ese viejo verde que (muy a mi pesar) es el más conocido de todos los psicoterapeutas, decía en sus trabajos que el ser humano se mueve por dos principios básicos, dos instintos que él dio en llamar "pulsiones": Eros, la pulsión de la vida cuyo fin es obtener el placer a través del sexo y la creación, y que se exterioriza a través de la libido (con b, sin tilde y en femenino, por favor); y Tánatos, la pulsión de la muerte, que está relacionada con todo lo que tiene que ver con provocar dolor, sufrimiento o destrucción.

Pandilla de pervertidos.

Aunque nunca estuve muy de acuerdo con el señor Freud, sí es cierto que algunas de sus ideas bien podrían explicar muchos comportamientos que, en principio, escapan a la razón. Y no me refiero a las guerras o a las parejas que convierten las discusiones en su modo de vida (que también), sino a cuestiones más cotidianas.

Dejando los fetichismos sexuales a un lado, a casi nadie le gusta auto-provocarse dolor, herirse o mutilarse. Y sin embargo, ¿cuánta gente se agujerea y se inyecta metales debajo de la piel para lucir tatuajes? ¿O cuántos hemos decidido perforarnos partes del cuerpo para colgarnos metales a modo de adorno? ¿Y por qué en tantos sitios se defiende con orgullo la amputación de prepucios o clítoris? Seguro que Sigmund tendría una buena explicación.

El otro día me acordé de lo placentero que fue para mí que se me cayeran los dientes de leche (otro tipo de mutilación, al fin y al cabo). Recuerdo que me encantaba sentir las encías blanditas y las muelas moviéndose, casi balanceándose. E ir tirando poquito a poco, hasta que un día ya estaban tan sueltas que casi no había que hacer fuerza para sentir una especie de crujidito y ver que ese diente ya no estaba en su lugar. Incluso después, el agujero que quedaba era todo un pasatiempo para la lengua. Lo recuerdo casi como un juego, pero reconozco que ahora mismo me parece algo repugnante.

Quizá si esto de perder dientes (y recuperarlos luego) fuese algo que durase toda la vida, tendría una nueva forma de malgastar mi tiempo. Que no es poco.

jueves, 10 de marzo de 2011

El orden natural.

En Vigo hay un restaurante, de nombre Gálgala (aquí la página web), que es conocido por tres cosas: una, por ser de comida exclusivamente vegetariana (a la cual estoy a puntito de afiliarme, por cierto); dos, por vender pequeñas obras de arte; y tres, por organizar de vez en cuando un concurso de microrrelatos. Ni corto ni perezoso, y con la esperanza de ganar una comida gratis para dos personas, decidí participar (eso sí, enviando mi relato en el último momento y sin estar muy convencido del resultado).

Esta misma mañana me ha llamado una de las responsables del local para decirme que he ganado esta edición del concurso. Y yo, que tengo una nula capacidad de respuesta ante cualquier sorpresa, solo he sabido decir "gracias" una docena de veces mientras ella no dejaba de repetir "enhorabuena". Al margen de ese bucle (casi) infinito de felicitaciones y agradecimientos, la conversación no tuvo mucho más contenido. Así que para celebrar mi victoria (no os imagináis lo enamorado que estoy de mí mismo en estos momentos) y mi abominable torpeza comunicativa, os dejo con el relato.



EL ORDEN NATURAL

Un sapo voluminoso vio resplandecer a su lado a una luciérnaga. Se quedó observando los segmentos de su abdomen, que brillaban con una hipnótica luz verdosa. Era la primera vez que se topaba con un ser tan bello y se sintió conmovido: su estómago se agitaba, la sangre corría con violencia por su cuerpo obeso, su mente se estaba nublando de amor. Con cierta torpeza se arrastró hacia ella hasta tenerla a escasos milímetros de su boca. Durante varios segundos permaneció inmóvil erguido sobre sus robustas patas delanteras, mirándola, escogiendo las palabras exactas con las que ganarse su corazón, preparándose para el beso perfecto. Llegado ese instante, recordó que él no era más que un sapo, un animal que no puede besar ni tampoco hablar, y mucho menos amar. Así que abrió la boca y, con un lengüetazo, la engulló.


N. del A.: por cierto, que aún tengo que decidir quién me acompañará.

lunes, 21 de febrero de 2011

Última voluntad y testamento.

Como aborto de neurocientífico que soy, muchas veces he pensado en esa curiosa obsesión que tenemos los seres humanos por nuestra propia muerte. O mejor dicho, por evitarla. Está claro que los muchos avances técnicos y médicos aún no son suficientes, que todos los esfuerzos que se puedan hacer por alcanzar la vida eterna son solo chapuzas difíciles de digerir. Por no decir que cuanto más tiempo vivamos, la probabilidad de desarrollar una enfermedad de esas chungas también crece (y aún hay quien se pregunta por qué el cáncer o el alzheimer están tan de moda). Nuestro cuerpo, tan inteligente él, está programado para morir sí o sí. No hay forma de evitar ser pasto de los gusanos... hasta hoy.


Hace un tiempo, una persona me explicaba cómo le gustaría que fuese su funeral y, no sé de qué manera, llegamos a la conclusión de que Internet es una buena herramienta para perdurar ultratumba. La idea base es que mientras tu Facebook siga abierto, tú estarás vivo. Sabiendo eso, el resto es pan comido.

El anonimato de nuestro cómplice es crucial para lograr el éxito.


El procedimiento para conseguir la inmortalidad sería el siguiente: lo primero es hacernos con un aliado, una persona de confianza que nos conozca hasta el extremo (que sepa, por ejemplo, cuántos lunares tenemos en el culo) y que sea capaz de montar la farsa perfecta. Una vez elegido, incluiremos en nuestro testamento una carta dirigida a él (o ella) en la que figuren todas las contraseñas de cualquier aplicación de Internet que usemos habitualmente. Con esos dos pasos, ya está casi conseguido.

Para terminar la faena, nuestro alter ego sólo tendría que entrar en nuestras sesiones y actualizar el
nick o estado con cierta regularidad. A ser posible, con frases más o menos ingeniosas sobre la vida al otro lado: "Aquí abajo hace calorcito", "Ya han pasado cuatro meses y aún no me he cruzado con Jesucristo... empiezo a sospechar", "El cielo de los perros no existe, es todo mentira"... Lo de ponerse a hablar en el Messenger o enviar privados por el Facebook ya son palabras mayores, una opción válida sólo para los más osados y morbosos. También se puede conseguir un mayor impacto si en nuestra tumba reza un epitafio al estilo "No os libraréis de mí tan pronto".

Quizá todo esto roce la ilegalidad y el mal gusto, pero a mí me parece una idea redonda. Pensad en esto, que yo mientras decidiré quién es el mejor candidato para mantenerme vivo en la red.

viernes, 11 de febrero de 2011

Ha perdido usted su corazón.

El buen psicólogo, a diferencia de toda la demás escoria y siempre según los manuales de biblioteca, debe reunir una serie de características. A saber: empatía, objetividad, flexibilidad mental, capacidad de observación, análisis y síntesis, saber escuchar o saber adaptarse al lenguaje del paciente (palabra que me escuece, por cierto), entre otras. Supongo que el hecho de que yo me pase todo eso por mi viril escroto me convierte en un pésimo psicólogo. El caso es que gracias a mi experiencia hasta ahora (que tampoco es mucha) y a mi historia vital, me he elaborado mi propia guía para el buen proceder dentro de la terapia. Básicamente son cuatro normas.

Las miradas de lascivia también están aceptadas durante la sesión a fin de crear confusión.

La primera es que nunca jamás se debe ayudar a una persona que no te ha pedido ayuda, salvo que te lo ordene un juez. Hacer lo contrario es meterte donde no te llaman y todo se convierte en algo personal. Y aún cuando te pidan ayuda, hay que asegurarse de que realmente la necesitan.

La segunda dice que nunca debes fiarte de las personas que presumen de ser buenas o de fiar, ni de las que lloran en cuanto tienen oportunidad. No sé si me habré convertido en un monstruo, pero las lágrimas me producen una profunda indiferencia.

Siempre que la persona que tienes delante quiera hacerte perder el tiempo hablando de cosas irrelevantes (que suele ser casi siempre) hay que hacer una de las siguientes cosas: hacerle sentir mal por hablar demasiado o aprovechar esos momentos de vacío informativo para hacer la lista de la compra, repasar otras tareas o dibujar.

La cuarta y última regla consiste en dejarle bien claro a esa persona que salir adelante o hundirse en la mierda es decisión suya. Es su vida y su responsabilidad, y yo seguiré cobrando mi sueldo a fin de mes sea cual sea el resultado. La triste realidad es que hay muchas personas que disfrutan amargándose la vida y cuanto más les pidas que dejen de hacerlo, más ganas tendrán de llevarte la contraria. Y eso no debería quitarle el sueño a nadie. Desde luego no a mí.

domingo, 6 de febrero de 2011

Sé lo que hiciste.

A la hora de redactar un currículum hay un par de normas a tener en cuenta: la primera, que nunca se debe mentir; la segunda, que siempre se debe exagerar todo lo que sea exagerable (y no contrastable). Por ejemplo, si alguna vez has ayudado a un compañero de instituto con los deberes ya puedes incluir una línea que diga "profesor particular de pasantía a alumnos de secundaria". O si te ha tocado vigilar a la abuela durante un fin de semana, bien puedes ser "cuidador de personas de tercera edad". O "canguro" si alguna vez el vecino te ha endosado a sus pequeños bastardos.

El truco está en adornar un poco la realidad y no avergonzarse de nada que se haya hecho. Más bien todo lo contrario: en un proceso de selección, presumir de experiencia es lo que te diferenciará de los demás candidatos, aunque tu experiencia sea de dudosa honorabilidad.

La imaginación no tiene límites. La vergüenza sí. Una lástima...


La puesta en práctica de estas ideas es un poco más difícil de lo que aparenta. Y no lo digo por experiencia propia (que sí, yo también he adornado mi currículum, y no, no me ha acarreado ningún dilema moral) sino por ciertas cosas que empiezo a ver en el mundo que nos rodea. Cosas de esas que podrían pasar desapercibidas hasta que te das cuenta de que alguien las ha hecho y puesto ahí, cosas que deberían estar incluidas en algunos currículum (sí, en plural se dice igual) pero cuya autoría es más desconocida que el paradero de Carmen Sandiego.


¿O acaso alguien sabe de dónde salen los vídeoclips (por llamarlos de alguna forma) que acompañan a las canciones de karaoke? Su calidad es muy inferior a la de un vídeo profesional pero muy superior a la del típico montaje del moviemaker que podríamos hacer cualquiera de nosotros. Por no hablar de esa extraña estética desfasada y esa obsesión por incluir paisajes montañosos, campos con flores o chicas en bikini. Entonces, ¿quién los crea y por qué?

Algo parecido ocurre con los juguetes sexuales, con la sutil diferencia de que las personas que los diseñan me parecen auténticos genios que deberían estar nominados para algún Nobel (me es indiferente que sea el de medicina, el de economía o el de la paz). Sin ellos, el mundo sería un lugar mucho más gris y la masturbación sería un simple pasatiempo vacío y no el octavo arte que es hoy en día.

Lo sé, soy un eterno utópico. Pero de verdad estoy convencido de que la vergüenza es el gran obstáculo de la humanidad. Si los creadores de vídeos de karaoke, los diseñadores de cipotes de goma, las actrices que anuncian productos para el picor vaginal, o las personas que donan su pelo para hacer pelucas fueran más visibles para la sociedad, todo iría como la seda. Al fin y al cabo, creo que son trabajos tan dignos como ser puta o estilista de Lady Gaga.

jueves, 27 de enero de 2011

El tiempo lo dirá.

Si metes a una rata en una jaula electrificada y le das descargas sin que pueda evitarlo, rápidamente aprenderá que no tiene el control sobre esa situación y dejará de moverse. Simplemente aceptará que la resistencia es inútil, se rendirá, sufrirá sin más. Es lo que se llama indefensión aprendida. A los seres humanos nos pasa algo parecido. O eso o nos hemos vuelto gilipollas.

Ninguno de nuestros políticos aprueba en popularidad, pero seguimos votándolos religiosamente cada vez que hay elecciones. Sube la edad de jubilación, suben los precios, sube el paro y la respuesta es manifestarse con megáfonos y ollas, pensando que realmente va a servir de algo. Nos estamos hundiendo en la mierda, pero hay quien todavía cree que un presidente negro y de buena presencia, por el simple hecho de ser negro y de buena presencia, lo cambiará todo. ¿Qué es lo que falla?

Nos hemos vuelto demasiado ignorantes, demasiado vagos, demasiado políticamente correctos. La democracia, esa arma de doble filo, nos ha aborregado. Estoy convencido de que el mundo iba mejor cuando las manifestaciones se hacían con hoces y antorchas, asaltando prisiones y cortando cabezas. Que se lo pregunten a los gabachos.

Si Obama tiene un Nobel, el Sr. Guillotin se merece dos.


Hace unas semanas leí un artículo en el que se decía que, en un plazo de unos cincuenta años, la economía mundial se irá a tomar por saco por culpa de la competencia entre el mercado asiático y el norteamericano. Ni crisis, ni pollas. Será el fin. Lo que venga después, nadie lo sabe. Quizá volvamos al trueque medieval o algo más al estilo Mad-Max. Aunque yo siempre fui más partidario de un apocalipsis zombie. Mucho más elegante, dónde va a parar...

domingo, 16 de enero de 2011

Limpia, fija y da esplendor.

Desde hace unas semanas sufro úlceras porque la Real Academia de la Lengua Española ha decidido que sólo ahora se escribe solo. Sin tilde. Y esto es solo (¿os habéis fijado?) la punta del iceberg... Los responsables de semejante acto terrorista son los mismérrimos académicos que, como en Fuenteovejuna, se encubren los unos a los otros para no desvelar la identidad del verdadero culpable.

Estoy hablando de personas conocidas por todos nosotros, no precisamente por sus nombres sino por el gracioso detalle (por lo menos a mí me parece supercuco) de que cada uno ocupa un sillón con nombre de letra. A día de hoy, los académicos sientan sus posaderas sobre un total de cuarenta y seis asientos: más o menos uno por cada letra del abecedario, mayúsculas y minúsculas (seguro que los primeros se creen mejores que los segundos), con algunas excepciones. Y es precisamente este tema lo que más me inquieta de la RAE. Me explico...

Una persona que usa pajarita no es una persona de fiar.


Hasta 1994 existían en nuestro alfabeto dos letras que más tarde pasarían a la historia: la elle y la che. Sería lógico que también existieran sus correspondientes sillones (cuatro en total, suponiendo que hubieran mayúsculos y minúsculos), y sin embargo no son mencionados por ninguna fuente fiable.
Puede que nunca hayan existido, o puede que sí y una mano negra los haya hecho desaparecer de la memoria nacional. Y no sería de extrañar teniendo en cuenta la polémica. Ya me imagino la escena, a modo de película de intriga (thriller para los que hablan guay): luchas internas por el poder, conspiraciones, cuatro académicos asesinados, un detective que no consigue resolver el crimen y, moviendo los hilos en la sombra, un sádico director que pretende cambiar la forma de entender la lengua.

La historia incluso tendría una segunda parte, por supuesto adaptada a temas de candente actualidad: el acoso (o bullying, que mola más), la violencia de género y el color de las bragas de Michelle Obama. Todo empezaría en los barrios marginales de Madrid, con una madre de familia desestructurada que ocuparía el sillón i griega (minúscula) de la RAE. Pronto comenzaría a sufrir abusos por parte de sus colegas, que la obligarían a cambiar su nombre por otro más apropiado: ye. Afortunadamente ella contaría con el apoyo del académico i griega (mayúscula): un hombre de buena familia con el que mantendría un romance extraconyugal. Al final todo saldría bien, ambos volverían a ganarse el respeto de sus compañeros y ella recuperaría las ganas de vivir y la fe en la familia.

No sé por qué nadie ha escrito ningún guión sobre esto. Desde luego, si soy el primero, me voy ya mismo a reservarme los derechos de autor. Pero antes voy a denunciar a todos esos hijos de puta.

jueves, 13 de enero de 2011

Orgullo y prejuicio. Y quizá satisfacción.

Tengo un amigo al que le encanta discutir sobre el valor de algunos términos. El último ejemplo que me puso fue la palabra ego: mientras él defendía que el ego es malo por necesidad, yo le explicaba que (según la situación) puede ser tan dañino como necesario para la vida. Estos días me ha tocado a mí hacer lo mismo con el concepto "prejuicio".

It's black. It's white. Whooo, yeah, yeah, yeah...


No seré tan capullo como para decir con la cabeza bien alta que no tengo prejuicios, sino más bien todo lo contrario. Probablemente no sea racista ni machista (que yo sepa), pero reconozco que tengo serios problemas con las personas que consumen drogas duras o con los hombres "profundamente" heterosexuales, por poner dos ejemplos. Bastante hipócrita por mi parte, por cierto, teniendo en cuenta que soy un habitual fumador y, muy en el interior, una marica radical.


En el terreno afectivo/sexual me ocurre lo mismo con quienes se pasan la fidelidad por el forro o quienes viven su sexualidad hasta extremos que yo nunca me atrevería. Claro está que vivimos en la era de la comunicación y del progresismo liberal buenrollista, con lo que cualquiera de nosotros podemos encontrarnos sin mucho esfuerzo (accidental o voluntariamente) en medio del mercado de la carne, mientras decenas de personas nos ofrecen alternativas que difícilmente podemos rechazar. Pero, ¿realmente es tan grave cometer un desliz? ¿Tan perverso es defender el modelo de familia tradicional al mismo tiempo que participas en una bacanal de sudor, saliva y excesos?


Los prejuicios dirigen nuestros comportamientos, se convierten en normas de conducta e influyen en la mayoría de las decisiones que tomamos, generalmente limitando nuestra perspectiva. Y está claro que las normas y los límites nos ayudan a diferenciar el "saber estar" de la completa anarquía (lo dice la Supernanny). Lo que me pregunto ahora es dónde está esa línea que separa lo que nos ayuda de lo que nos pervierte.


Obviamente, no habrá problema mientras los prejuicios no perjudiquen a lo demás (blanco y en botella). Pero cuando hablamos de hacernos daño (o no) a nosotros mismos, ¿qué barreras deberíamos romper y qué otras conservar? ¿Y si hay experiencias tan destructivas como imprescindibles?

jueves, 6 de enero de 2011

Insight.

Dando por supuesto que los seres humanos dormimos una media de ocho horas y sabiendo que cada ciclo del sueño dura aproximadamente dos horas, lo más habitual es que todos nosotros tengamos unos cuatro sueños cada noche. Otra cosa es que los recordemos.


Hasta hace un tiempo, yo tenía una facilidad tremenda para despertarme recordando algún sueño, aunque últimamente parecía haber perdido esa capacidad. Hoy ha sido diferente: hoy he soñado, lo he recordado y me ha hecho pensar. Mucho... quizá demasiado.

We're doomed.


Estaba en mitad de la calle y el mundo parecía haberse vuelto loco. Como en las películas, cuando todos saben que el apocalipsis va a llegar y la peña empieza a robar tiendas y cometer actos vandálicos. Pregunté extrañado a una persona (no recuerdo si conocida o desconocida) qué estaba pasando y me contestó que un meteorito iba a chocar con la Tierra en seis horas. Concretamente caería en el norte de Italia (¿una señal?) y nosotros seríamos de los primeros en palmar.

Ante semejante panorama, algunos decidían coger el coche para irse lo más lejos posible, aunque todas las vías de escape estaban colapsadas (el sueño incluía un gráfico explicativo de la situación de las carreteras de España, y efectivamente estaban colapsadas). Otros asaltaban tiendas de comida para luego buscar un refugio subterráneo. Yo me di por vencido y preferí aprovechar esas horas para zanjar asuntos pendientes y quedarme con la conciencia tranquila.

Recuerdo haberme despedido de mis padres y haber hablando con algunos amigos (lo típico que se dice cuando sabes que estás a punto de morir). Y justo cuando todo empezaba a derrumbarse y me quedaba tan sólo una cosa por hacer, la más importante de todas, me desperté.

Hacía años que no me despertaba llorando. La sensación es extraña porque es una de esas pocas ocasiones en las que puedes sentir dos cosas aparentemente opuestas: tristeza por lo que acabas de "vivir" y alegría por sentirte vivo y saber que nada de eso ha pasado. Creo que al menos me ha servido para aclarar ciertas prioridades que estaban flotando en el aire.

martes, 4 de enero de 2011

El peso de la moral.

Si me pudieseis ver como un personaje de dibujos animados, al estilo Looney Toones (lo sé, soy un viejo), veríais que sobre mi hombro izquierdo hay un angelito flotando que siempre me convence para que haga el bien, mientras que sobre mi hombro derecho no hay nadie. Sólo hay un cartel roído, mal pegado con cinta adhesiva arrugada sobre sí misma, en el que se leería algo como "Se busca demonio. No se requiere experiencia".

Para quien no haya pillado la metáfora (no es que os trate de cortitas/os, es que sé que estas fechas son muy malas para pensar) lo diré de otro modo: soy una persona con una moral asquerosamente rígida y tradicional. Ante cualquier conflicto siempre tiro hacia la bondad, el amor universal y los valores del catecismo judeo-cristiano (de ahora en adelante os doy permiso para llamarme pardillo). Lo cual no quita que me merezca más de un premio por haber provocado el mal ajeno, que conste...

Y a pesar de todo, siempre sentí una profunda admiración hacia los villanos.

En crisis sentimentales como la que estoy viviendo y ante el inminente replanteamiento existencial que estoy a punto de comerme con cuchillo y tenedor, una mayor amplitud de miras me vendría fetén. El problema es que, a falta de demonio que me tiente hacia el lado oscuro e intuyendo que el casting para seleccionarlo no va a convocarse en breves, las estoy pasando putas.

Ante semejante percal he optado por otra estrategia tan (in)válida como cualquier otra: la diana de la indecisión. Es un regalo de mi último cumpleaños y consiste en una diana a la que debes formular una preguntar y lanzar un dardo a ciegas. Allá donde caiga, obtendrás una respuesta. Mucho más rápido y fácil que conocer las opiniones de mis amigos (sinceras pero condicionadas), con la ventaja añadida de que
no hay remordimientos ni responsabilidades morales.

Los que me conocen ya saben que para mí el 2011 será (pretenderá ser) el año de la involución moral y las experiencias autodestructivas, dos formas bastante legales de acumular experiencia en la vida y perder algo de esa rigidez mental. Y si me equivoco, al menos paladearé la mierda como si fuera delicatessen.
Mesdames et messieurs, feliz año nuevo.