viernes, 8 de julio de 2011

El arte de la tortura.

Si hay algo que me caracteriza, son mis crisis capilares. No es que se me caiga el pelo (en realidad sí), sino que cada varios meses me obsesiono con lo mal que me queda el pelo corto, o el pelo largo, o mi flequillo rebelde (al que cariñosamente llamo "pelopolla"), etc. Pero mi martirio va mucho más allá: siempre me veo en la encrucijada de si debo cortármelo en casa o en la peluquería.

Lo bueno de dejar que sea mi madre quien me retoque es que puedo quejarme si no me gusta. Lo malo es que solo conoce un tipo de peinado. Y claro, ir con el mismo aspecto durante una década es más típico de Jordi Hurtado que de mí. Por otra parte, lo bueno de ir a un profesional es que hay más variedad, aunque también hay dos claros inconvenientes: que el resultado no siempre me gusta (de hecho, casi nunca) y que tengo que dejar que invadan mi espacio superíntimo (atención al prefijo super-).

El equipamiento básico para las peluqueras del siglo XXI.

La verdad es las peluquerías me parecen lugares muy incómodos. Por muchas razones. No me gusta el olor de la gomina, ni las clientas frecuentes (léase señoras mayores con conversaciones que acaban siendo molestas), ni la sensación de volver a casa con el cuello lleno de pelillos pegajosos. Pero lo que más me irrita, por encima de todo, es que me soben.

Tocar la cabeza de alguien es el mayor acto de invasión del espacio personal. Y si quien lo hace es una moza a la que acabas de conocer dos minutos antes de dejarte caer en la silla de tortura, pues no tiene ni puta gracia. Para mí, que me toquen el pelo resulta tan violento como si me agarrasen del pene. Y que me masajeen la cabeza ya es todo un acto de violación frustrante y sin vaselina.

Recuerdo que la primera vez que una peluquera empezó a deslizar sus dedos con obscena lascivia por mi cráneo, pensé que se me estaba insinuando. Lo curioso es que nunca me quejo, sino que me viene la risa nerviosa y me da flojera en las piernas. Me imagino que cuando una mujer va al ginecólogo siente algo parecido.

2 comentarios:

  1. Te comprendo mil. Yo también me siento ultraincómodo cuando alguien invade mi cuero cabelludo. Aunque, en realidad, en la peluquería no hay invasión, ya que tienen permiso para tocar...

    Acudir siempre al mismo peluquero alivia el trauma, al menos en mi caso. Lo de las señoras se soluciona yendo a un local solo para chicos xD

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  2. Me siento MUY identificado con esto, criaturo. Primero, por lo de las crisis capilares (y mis mil millones de estilos a lo largo de la historia lo demuestran). Aunque bueno, yo sí que he perdido más pelo de la cuenta, jo. Aunque... ni JO, ni JA. A lo mejor asi se me quita la tontería.

    A mí me daba muchísima rabia cuando iba a cortarme el pelo y me daban algún tirón, o me clavaban el peine en el cuero cabelludo. Me daban ganas de levantarme de la silla y dar dos bofetones (y lo hacía, en mi mente)... pero ahora, desde que descubrí una peluquería medio en condiciones aquí en el pueblo, no dejo que me toque el pelo nadie más.

    Sigue sin gustarme el momento de ir, pero al menos ya no es tan problemático ;)

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