domingo, 29 de mayo de 2011

Sobre lo único inevitable.

A riesgo de perder los pocos puntos de simpatía que poco a poco me he ganado con este blog, hoy quiero confesar que soy un ferviente defensor del humor negro. Ya me han tachado de maleducado varias veces, así que no será novedad si alguno/a de vosotros/as acaba desarrollando cierto desprecio hacia mí cuando digo que sigo riéndome con chistes sobre la muerte de Lady Di, la desaparición de Madeleine o la siempre socorrida Irene Villa.


Por suerte (o por desgracia), hace relativamente poco tiempo conocí a una persona con un gusto tan macabro, o más, que el mio. Y lo que el otro día comenzó como un recital telefónico de humor cruel acabó derivando a un intenso debate sobre el turbio asunto de los pepinillos españoles. La conclusión fue clara: hay muertes decentes y muertes ridículas.


Desde luego, "muerte por pepinillo" no es precisamente la forma más gloriosa de abandonar este mundo. Y se me ocurren muchos más ejemplos: asfixiarte con una pepita de aceituna, resbalar y romperte el cuello con la taza del water, ser atropellado por un carrito de helados, electrocutarte por mear en una toma de corriente, sufrir un infarto mientras practicas sexo... Cosas como estas son las que hacen que las familias guarden silencio y acaben convirtiendo la muerte en un tema tabú.

El hombre que marcó un antes y un después en el oficio de la mastrubación.

Creo que en el fondo todos deseamos tener un final digno, como en las películas: una enfermedad más o menos extraña, un asesinato perpetrado por algún profesional, un accidente de coche, o simplemente morir de viejo, postrado en una cama, rodeado por toda tu gente y despidiéndote con unas impactantes últimas palabras.


Conociéndome como me conozco, estoy seguro de que yo no tendré tanta suerte. Mi exitus tendrá tintes tragicómicos y no podré evitar que mi último pensamiento se covierta en pura vergüenza. Así es como funciona el karma.

jueves, 19 de mayo de 2011

El cementerio de las promesas incumplidas.

Dentro de exactamente un mes se casa uno de mis antiguos compañeros de la facultad, acontecimiento que espero con una ilusión típicamente adolescente (ya me arrepentiré de estas palabras cuando vea mis ahorros desapareciendo a la velocidad del rayo). El caso es que aún tengo que comprarme un traje para la ocasión, cosa que debería haber hecho eones atrás: hace tiempo me prometí a mí mismo que con el primer sueldo que ganase, me compraría un traje hecho a medida. De eso hace casi dos años y nanai del paraguay.


Pero es que soy un saco de despropósitos, lo admito. Tengo una habilidad sobrehumana para procrastinar (le cogí cariño a esta palabra) y crear objetivos más rápido de lo que los puedo o quiero cumplir. Ni siquiera la lista de tareas pendientes que tengo colgada en el corcho de mi habitación (en la que se incluyen, entre otras cosas, dejar de fumar, dejar de morderme las uñas, leerme todos los libros que tengo atrasados o ponerme a dieta) sirve para despertar mi fuerza de voluntad.

Y mira que no habré tenido oportunidades para cambiar un poco el rumbo de mi vida. Como todos los mortales de a pie, tengo la manía de intentar autoconvencerme de que empiezo "el próximo lunes", o "el 1 de enero". Incluso las excusas más potentes, al estilo "quiero que mi ex vea lo bien que me he puesto desde que no estoy con él" o "ahora que el mozo este me está galaneando tengo que quedar perfecto", suelen rondar por mi cabeza. Pero la pereza me puede, chico. Qué quieres que le haga.

A este paso, o alguien me espabila a base de collejas, o me veo sin pasar la ITV. Menos mal que aún me quedan tres años de margen antes de cumplir la treintena, que imagino será el punto de no retorno.

viernes, 6 de mayo de 2011

Epic win.

Por segunda vez me he presentado al concurso de microrrelatos del restaurante Gálgala. Y por segunda vez lo he conseguido. Cosas de estas vienen muy bien para mi frágil ego (a falta de mozos que me echen piropos). Aunque creo que la vergüenza me va a impedir presentarme una tercera vez. El tiempo lo dirá.


CRÓNICA DE UNA COMBUSTIÓN


-El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.


Esas fueron las últimas palabras que Antonio Diestro Quimera, maestro artificiero, pudo decir en su lecho de muerte. Para su decepción, ninguno de sus cuatro hijos varones se molestó en escucharlas, pues solo pensaban en la jugosa herencia que estaba por llegar.


Hubo que esperar casi veinte años para que Lourdes Luminosa Quimera, su única hija y la menor de los cinco hermanos, descubriese el verdadero significado de aquella revelación. Fue ella quien, continuando el trabajo de su padre, creó el espectáculo pirotécnico más perfecto jamás soñado. Tan bello fue que quienes lo vieron comenzaron a arder espontáneamente. Se dice que los cadáveres calcinados y los montoncitos de ceniza que amanecieron al día siguiente aún parecían esbozar sonrisas de satisfacción.