jueves, 27 de enero de 2011

El tiempo lo dirá.

Si metes a una rata en una jaula electrificada y le das descargas sin que pueda evitarlo, rápidamente aprenderá que no tiene el control sobre esa situación y dejará de moverse. Simplemente aceptará que la resistencia es inútil, se rendirá, sufrirá sin más. Es lo que se llama indefensión aprendida. A los seres humanos nos pasa algo parecido. O eso o nos hemos vuelto gilipollas.

Ninguno de nuestros políticos aprueba en popularidad, pero seguimos votándolos religiosamente cada vez que hay elecciones. Sube la edad de jubilación, suben los precios, sube el paro y la respuesta es manifestarse con megáfonos y ollas, pensando que realmente va a servir de algo. Nos estamos hundiendo en la mierda, pero hay quien todavía cree que un presidente negro y de buena presencia, por el simple hecho de ser negro y de buena presencia, lo cambiará todo. ¿Qué es lo que falla?

Nos hemos vuelto demasiado ignorantes, demasiado vagos, demasiado políticamente correctos. La democracia, esa arma de doble filo, nos ha aborregado. Estoy convencido de que el mundo iba mejor cuando las manifestaciones se hacían con hoces y antorchas, asaltando prisiones y cortando cabezas. Que se lo pregunten a los gabachos.

Si Obama tiene un Nobel, el Sr. Guillotin se merece dos.


Hace unas semanas leí un artículo en el que se decía que, en un plazo de unos cincuenta años, la economía mundial se irá a tomar por saco por culpa de la competencia entre el mercado asiático y el norteamericano. Ni crisis, ni pollas. Será el fin. Lo que venga después, nadie lo sabe. Quizá volvamos al trueque medieval o algo más al estilo Mad-Max. Aunque yo siempre fui más partidario de un apocalipsis zombie. Mucho más elegante, dónde va a parar...

domingo, 16 de enero de 2011

Limpia, fija y da esplendor.

Desde hace unas semanas sufro úlceras porque la Real Academia de la Lengua Española ha decidido que sólo ahora se escribe solo. Sin tilde. Y esto es solo (¿os habéis fijado?) la punta del iceberg... Los responsables de semejante acto terrorista son los mismérrimos académicos que, como en Fuenteovejuna, se encubren los unos a los otros para no desvelar la identidad del verdadero culpable.

Estoy hablando de personas conocidas por todos nosotros, no precisamente por sus nombres sino por el gracioso detalle (por lo menos a mí me parece supercuco) de que cada uno ocupa un sillón con nombre de letra. A día de hoy, los académicos sientan sus posaderas sobre un total de cuarenta y seis asientos: más o menos uno por cada letra del abecedario, mayúsculas y minúsculas (seguro que los primeros se creen mejores que los segundos), con algunas excepciones. Y es precisamente este tema lo que más me inquieta de la RAE. Me explico...

Una persona que usa pajarita no es una persona de fiar.


Hasta 1994 existían en nuestro alfabeto dos letras que más tarde pasarían a la historia: la elle y la che. Sería lógico que también existieran sus correspondientes sillones (cuatro en total, suponiendo que hubieran mayúsculos y minúsculos), y sin embargo no son mencionados por ninguna fuente fiable.
Puede que nunca hayan existido, o puede que sí y una mano negra los haya hecho desaparecer de la memoria nacional. Y no sería de extrañar teniendo en cuenta la polémica. Ya me imagino la escena, a modo de película de intriga (thriller para los que hablan guay): luchas internas por el poder, conspiraciones, cuatro académicos asesinados, un detective que no consigue resolver el crimen y, moviendo los hilos en la sombra, un sádico director que pretende cambiar la forma de entender la lengua.

La historia incluso tendría una segunda parte, por supuesto adaptada a temas de candente actualidad: el acoso (o bullying, que mola más), la violencia de género y el color de las bragas de Michelle Obama. Todo empezaría en los barrios marginales de Madrid, con una madre de familia desestructurada que ocuparía el sillón i griega (minúscula) de la RAE. Pronto comenzaría a sufrir abusos por parte de sus colegas, que la obligarían a cambiar su nombre por otro más apropiado: ye. Afortunadamente ella contaría con el apoyo del académico i griega (mayúscula): un hombre de buena familia con el que mantendría un romance extraconyugal. Al final todo saldría bien, ambos volverían a ganarse el respeto de sus compañeros y ella recuperaría las ganas de vivir y la fe en la familia.

No sé por qué nadie ha escrito ningún guión sobre esto. Desde luego, si soy el primero, me voy ya mismo a reservarme los derechos de autor. Pero antes voy a denunciar a todos esos hijos de puta.

jueves, 13 de enero de 2011

Orgullo y prejuicio. Y quizá satisfacción.

Tengo un amigo al que le encanta discutir sobre el valor de algunos términos. El último ejemplo que me puso fue la palabra ego: mientras él defendía que el ego es malo por necesidad, yo le explicaba que (según la situación) puede ser tan dañino como necesario para la vida. Estos días me ha tocado a mí hacer lo mismo con el concepto "prejuicio".

It's black. It's white. Whooo, yeah, yeah, yeah...


No seré tan capullo como para decir con la cabeza bien alta que no tengo prejuicios, sino más bien todo lo contrario. Probablemente no sea racista ni machista (que yo sepa), pero reconozco que tengo serios problemas con las personas que consumen drogas duras o con los hombres "profundamente" heterosexuales, por poner dos ejemplos. Bastante hipócrita por mi parte, por cierto, teniendo en cuenta que soy un habitual fumador y, muy en el interior, una marica radical.


En el terreno afectivo/sexual me ocurre lo mismo con quienes se pasan la fidelidad por el forro o quienes viven su sexualidad hasta extremos que yo nunca me atrevería. Claro está que vivimos en la era de la comunicación y del progresismo liberal buenrollista, con lo que cualquiera de nosotros podemos encontrarnos sin mucho esfuerzo (accidental o voluntariamente) en medio del mercado de la carne, mientras decenas de personas nos ofrecen alternativas que difícilmente podemos rechazar. Pero, ¿realmente es tan grave cometer un desliz? ¿Tan perverso es defender el modelo de familia tradicional al mismo tiempo que participas en una bacanal de sudor, saliva y excesos?


Los prejuicios dirigen nuestros comportamientos, se convierten en normas de conducta e influyen en la mayoría de las decisiones que tomamos, generalmente limitando nuestra perspectiva. Y está claro que las normas y los límites nos ayudan a diferenciar el "saber estar" de la completa anarquía (lo dice la Supernanny). Lo que me pregunto ahora es dónde está esa línea que separa lo que nos ayuda de lo que nos pervierte.


Obviamente, no habrá problema mientras los prejuicios no perjudiquen a lo demás (blanco y en botella). Pero cuando hablamos de hacernos daño (o no) a nosotros mismos, ¿qué barreras deberíamos romper y qué otras conservar? ¿Y si hay experiencias tan destructivas como imprescindibles?

jueves, 6 de enero de 2011

Insight.

Dando por supuesto que los seres humanos dormimos una media de ocho horas y sabiendo que cada ciclo del sueño dura aproximadamente dos horas, lo más habitual es que todos nosotros tengamos unos cuatro sueños cada noche. Otra cosa es que los recordemos.


Hasta hace un tiempo, yo tenía una facilidad tremenda para despertarme recordando algún sueño, aunque últimamente parecía haber perdido esa capacidad. Hoy ha sido diferente: hoy he soñado, lo he recordado y me ha hecho pensar. Mucho... quizá demasiado.

We're doomed.


Estaba en mitad de la calle y el mundo parecía haberse vuelto loco. Como en las películas, cuando todos saben que el apocalipsis va a llegar y la peña empieza a robar tiendas y cometer actos vandálicos. Pregunté extrañado a una persona (no recuerdo si conocida o desconocida) qué estaba pasando y me contestó que un meteorito iba a chocar con la Tierra en seis horas. Concretamente caería en el norte de Italia (¿una señal?) y nosotros seríamos de los primeros en palmar.

Ante semejante panorama, algunos decidían coger el coche para irse lo más lejos posible, aunque todas las vías de escape estaban colapsadas (el sueño incluía un gráfico explicativo de la situación de las carreteras de España, y efectivamente estaban colapsadas). Otros asaltaban tiendas de comida para luego buscar un refugio subterráneo. Yo me di por vencido y preferí aprovechar esas horas para zanjar asuntos pendientes y quedarme con la conciencia tranquila.

Recuerdo haberme despedido de mis padres y haber hablando con algunos amigos (lo típico que se dice cuando sabes que estás a punto de morir). Y justo cuando todo empezaba a derrumbarse y me quedaba tan sólo una cosa por hacer, la más importante de todas, me desperté.

Hacía años que no me despertaba llorando. La sensación es extraña porque es una de esas pocas ocasiones en las que puedes sentir dos cosas aparentemente opuestas: tristeza por lo que acabas de "vivir" y alegría por sentirte vivo y saber que nada de eso ha pasado. Creo que al menos me ha servido para aclarar ciertas prioridades que estaban flotando en el aire.

martes, 4 de enero de 2011

El peso de la moral.

Si me pudieseis ver como un personaje de dibujos animados, al estilo Looney Toones (lo sé, soy un viejo), veríais que sobre mi hombro izquierdo hay un angelito flotando que siempre me convence para que haga el bien, mientras que sobre mi hombro derecho no hay nadie. Sólo hay un cartel roído, mal pegado con cinta adhesiva arrugada sobre sí misma, en el que se leería algo como "Se busca demonio. No se requiere experiencia".

Para quien no haya pillado la metáfora (no es que os trate de cortitas/os, es que sé que estas fechas son muy malas para pensar) lo diré de otro modo: soy una persona con una moral asquerosamente rígida y tradicional. Ante cualquier conflicto siempre tiro hacia la bondad, el amor universal y los valores del catecismo judeo-cristiano (de ahora en adelante os doy permiso para llamarme pardillo). Lo cual no quita que me merezca más de un premio por haber provocado el mal ajeno, que conste...

Y a pesar de todo, siempre sentí una profunda admiración hacia los villanos.

En crisis sentimentales como la que estoy viviendo y ante el inminente replanteamiento existencial que estoy a punto de comerme con cuchillo y tenedor, una mayor amplitud de miras me vendría fetén. El problema es que, a falta de demonio que me tiente hacia el lado oscuro e intuyendo que el casting para seleccionarlo no va a convocarse en breves, las estoy pasando putas.

Ante semejante percal he optado por otra estrategia tan (in)válida como cualquier otra: la diana de la indecisión. Es un regalo de mi último cumpleaños y consiste en una diana a la que debes formular una preguntar y lanzar un dardo a ciegas. Allá donde caiga, obtendrás una respuesta. Mucho más rápido y fácil que conocer las opiniones de mis amigos (sinceras pero condicionadas), con la ventaja añadida de que
no hay remordimientos ni responsabilidades morales.

Los que me conocen ya saben que para mí el 2011 será (pretenderá ser) el año de la involución moral y las experiencias autodestructivas, dos formas bastante legales de acumular experiencia en la vida y perder algo de esa rigidez mental. Y si me equivoco, al menos paladearé la mierda como si fuera delicatessen.
Mesdames et messieurs, feliz año nuevo.