jueves, 13 de enero de 2011

Orgullo y prejuicio. Y quizá satisfacción.

Tengo un amigo al que le encanta discutir sobre el valor de algunos términos. El último ejemplo que me puso fue la palabra ego: mientras él defendía que el ego es malo por necesidad, yo le explicaba que (según la situación) puede ser tan dañino como necesario para la vida. Estos días me ha tocado a mí hacer lo mismo con el concepto "prejuicio".

It's black. It's white. Whooo, yeah, yeah, yeah...


No seré tan capullo como para decir con la cabeza bien alta que no tengo prejuicios, sino más bien todo lo contrario. Probablemente no sea racista ni machista (que yo sepa), pero reconozco que tengo serios problemas con las personas que consumen drogas duras o con los hombres "profundamente" heterosexuales, por poner dos ejemplos. Bastante hipócrita por mi parte, por cierto, teniendo en cuenta que soy un habitual fumador y, muy en el interior, una marica radical.


En el terreno afectivo/sexual me ocurre lo mismo con quienes se pasan la fidelidad por el forro o quienes viven su sexualidad hasta extremos que yo nunca me atrevería. Claro está que vivimos en la era de la comunicación y del progresismo liberal buenrollista, con lo que cualquiera de nosotros podemos encontrarnos sin mucho esfuerzo (accidental o voluntariamente) en medio del mercado de la carne, mientras decenas de personas nos ofrecen alternativas que difícilmente podemos rechazar. Pero, ¿realmente es tan grave cometer un desliz? ¿Tan perverso es defender el modelo de familia tradicional al mismo tiempo que participas en una bacanal de sudor, saliva y excesos?


Los prejuicios dirigen nuestros comportamientos, se convierten en normas de conducta e influyen en la mayoría de las decisiones que tomamos, generalmente limitando nuestra perspectiva. Y está claro que las normas y los límites nos ayudan a diferenciar el "saber estar" de la completa anarquía (lo dice la Supernanny). Lo que me pregunto ahora es dónde está esa línea que separa lo que nos ayuda de lo que nos pervierte.


Obviamente, no habrá problema mientras los prejuicios no perjudiquen a lo demás (blanco y en botella). Pero cuando hablamos de hacernos daño (o no) a nosotros mismos, ¿qué barreras deberíamos romper y qué otras conservar? ¿Y si hay experiencias tan destructivas como imprescindibles?

2 comentarios:

  1. Deja de decir tantas verdades, y tan seguidas, que me aturullas, hombre ya.

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  2. Uf, demasiado reflexivo!! Jeje, pues, sin querer soltar una parrafada, la cuestión de los límites se la pone cada uno. Lo que para uno puede resultar una obscenidad/atrocidad/escándalo/verguenza, etc; Para otro simplemente será abrir su abanico de opciones y posibilidades.
    Eso es como el que ve fatal el tema de las parejas abiertas, pero otros lo aceptan o simplemente les da igual (En ese caso, digo yo que cada pareja pone sus normas y sus límites, si es que hay que poner alguno).
    Y así sucede con todo. Si bien es cierto que la libertad de uno debe terminar donde se le restringe la libertad a otro... ¿Dónde está la línea que separa una cosa de la otra? Supongo que dependerá de cada caso...

    Ains! Y eso que no me quería enrollar. Por cierto me encantó lo de marica radical xD

    Un abrazo!

    Manu UC.

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