sábado, 3 de diciembre de 2011

Nunca jamás.

Es sábado por la noche. Estás en el pub de ambiente más típico de la ciudad, con tus amigos y los amigos de tus amigos (todos gays, por supuesto). Entre ellos, un chico más bien feúcho pero con "cara de follar bien" (de los que te dan morbo, mucho más que los típicos chavales guapos, depilados y fibrados propios de película porno). Varias horas después vas en coche de vuelta a casa, sentado en la parte de atrás junto al muchacho en cuestión. Sin que el piloto o el copiloto se den cuenta, os besáis furtivamente y acordáis volver a veros unos días después.

Al siguiente fin de semana recibes una invitación: cena, película y noche en su casa, aprovechando que sus padres están de viaje. Dado que no tienes coche, decides comprar un billete de ida y vuelta para el tren. Llegas poco más de media hora después. Te recibe y, como un gato cuando necesita sentirse seguro, haces un breve reconocimiento del territorio.

La cena es poco romántica pero muy española: tortilla, jamón, queso y chorizo (el mejor aliado, junto con la comida china, para convertir una cita en un recital de pedos y eructos). La película es totalmente irrelevante, teniendo en cuenta que tu atención pasó de la pantalla de la tele a sus labios en menos de dos minutos.

Ya estáis en cama, tumbados y abrazados. Te sientes un poco extraño (quizá por llevar tanto tiempo en sequía, piensas). En cuanto os desnudáis él entra en frenesí: te besa con tanta pasión que en realidad te está golpeando con la boca, masculla como un poseso que habla lenguas muertas y te zarandea como si te estuvieras asfixiando con una aceituna. Piensas que es un poco forzado o tal vez inexperto, pero el calentón sigue ahí y decides controlar la situación.

Dadas las circunstancias, crees que la mejor estrategia es saltarse los preliminares. Bajas hacia el epicentro del asunto pero te detiene antes incluso de poder rozarlo. Para tu desgracia, le gusta llevar las riendas. Estás sometido a él, que continua con su cada vez más exagerado teatrillo: los besos ahora son más violentos, ha empezado a gemir alto y claro sin que tu le hayas tocado siquiera, pone muecas extrañas y se mueve con una torpeza exasperante. Te sientes como en una mala película porno, en el peor sentido que puedas imaginar. Resulta más frío y artificial que Nicole Kidman haciendo de mimo en una cámara frigorífica. Una hora más tarde sigue así, y aún no ha habido ningún movimiento de cintura para abajo.

Hubiera sido mejor quedarte en casa haciéndote las ingles.

Lo que días antes te resultaba morboso ahora te produce más rechazo que el gluten a un celíaco, y la parte más vascular de tu anatomía te delata. Sólo piensas en una cosa: huir. Pero el próximo tren sale dentro de seis horas. En ese momento te sientes como Charlton Heston al final del Planeta de los Simios. No queda otra alternativa más que perder la vergüenza y fingir una indisposición letal.

-¡Uf! ¿Te importa si paramos? -le dices mientras él te mira con cara de no entender nada-. Tengo el estómago un poco revuelto, creo que el chorizo me ha sentado mal...

Has aprendido una importante lección. En la oscuridad, mientras él ronca, te juras a ti mismo que nunca volverás a ir a una cita sin un buen plan de fuga y una excusa para no volver a veros jamás.

4 comentarios:

  1. Si es que no se puede, NO-SE-PUE-DE tomar decisiones con el pito duro. Y punto.

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  2. Confiar en que el plan A funcione no es de seguros, es de imprudentes. Tener un plan B es de inteligentes.

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