jueves, 11 de marzo de 2010

Sinceramente, querida, eso no me importa.

Lo mejor de ser adolescente es la ingenuindad. Y lo bueno de ser ingenuo es que el mundo parece simple hasta rozar la estupidez. Tan estúpido como juzgar a las personas como buenas o malas, sin tonos intermedios. Ahora estoy convencido de que es bastante difícil etiquetar a la gente tan a la ligera, que hay villanos y "villanos" y que no todos los santos están cortados con el mismo patrón.

Creo de verdad que las personas en las que más confiamos son las primeras en decepcionarnos (y en traicionarnos si surge la oportunidad). Quizá la confianza sea precisamente el problema... quizá esperamos tanto de nuestr@s amig@s que cualquier desliz (intencionado o no), por pequeño que sea, se magnifica y dramatiza hasta convertirlo en imperdonable. Y por eso cuesta tanto marcar el límite entre lo bueno y lo malo.


Por poner un ejemplo: Scarlett y Rhett (los de arriba) eran malas personas. Muy, muy malas. Mentían, manipulaban, eran egoístas y todas sus palabras, acciones y pensamientos eran de dudosa moralidad. Lo que hoy en día llamaríamos hijos de puta, con todas las letras.
La diferencia entre ambos es que ella no reconocía serlo (incluso se creía mejor que los demás), mientras que él enseguida se lo advertía a quienes se le acercaban (hacía tiempo que había renunciado al honor).
Vamos, que no es lo mismo dar puñaladas por la espalda que darlas de frente y con previo aviso. Yo, si tuviera o tuviese la oportunidad de elegir, preferiría que quien me fuese a fallar me lo advirtiera con antelación, que no es lo mismo ser un hijo de puta que un hijo de la gran puta (a éstos los digiero peor).


En cuanto a las buenas personas... como me dijo una profesora hace unos años: "Fíate más de las putas que de las santas". Aún hoy me lo sigo creyendo, por cierto.

El mundo está lleno de buena voluntad, pero a la hora de la verdad pocos son quienes la tienen. Por eso hace tiempo que perdí mi confianza en algunos/muchos/los seres humanos.

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